De Tejas Arriba
El 10 de febrero recibimos la noticia de la muerte de María Josefa Huarte, mecenas del Museo Universidad de Navarra. Todos lamentamos que su enfermedad no le permitiera asistir a los actos de inauguración, apenas dos semanas antes de su fallecimiento. Estoy seguro de que Dios habrá premiado su generosidad, también por la donación a la Universidad de Navarra de su interesante colección de arte moderno.
Durante la inauguración, el jueves 22 de enero, se afirmó que también la colección fotográfica de José Ortiz Echagüe, mi padre, estaba en el origen de esta importante iniciativa. Ese día pronuncié unas palabras para destacar la influencia de san Josemaría en la decisión de nuestra familia de legar su obra a la Universidad de Navarra. Aquella breve explicación merece algo más de detalle. La primera vez que san Josemaría y el legado Ortiz Echagüe cruzaron sus trayectorias sucedió a mediados de septiembre de 1945 en Madrid, mientras paseaba yo con mi amigo Ignacio Echeverría por el jardín de Diego de León número 14. Entonces yo aún no era miembro del Opus Dei, pero estaba al tanto de que en esa casa vivía su fundador. Mientras charlábamos se abrió una puerta al jardín y apareció san Josemaría. Yo sabía quién era porque ese mismo año había asistido a alguno de sus retiros espirituales en el Colegio Mayor Moncloa. Ya entonces me había impresionado mucho. Sin embargo, no había tenido ocasión de hablar con él, en parte porque al terminar el curso toda mi familia se iba a pasar el verano a Burguete —un pequeño pueblo del norte de Navarra donde, por cierto, había conocido al que más tarde sería esposo de María Josefa Huarte, Javier Vidal—. De nuevo en el jardín de Diego de León 14, al ver a san Josemaría, mi amigo Ignacio se acercó y me presentó. Al oír mi nombre, san Josemaría preguntó: «¿Eres hijo de José Ortiz Echagüe? Pues saluda a tu padre de mi parte y dile que soy un gran admirador de sus fotografías».
Tres años después, en septiembre de 1948, san Josemaría había venido a España desde Roma para impulsar las obras de la casa de retiros del Opus Dei en Molinoviejo (Segovia). Le acompañábamos en esa tarea un buen grupo de estudiantes de Arte y de Arquitectura. Al terminar una de las galerías san Josemaría me llamó y, mientras paseábamos por ella, me sugirió que la mejor decoración serían ocho fotografías de mi padre. Incluso me citó alguna concreta, lo que me demostró que conocía bien el libro España, tipos y trajes, el primero que publicó mi padre. A los pocos días colgaban allí las ocho fotos originales en «carbondir». Para mí supuso una gran alegría.
La tercera fecha, 1966, queda más difusa en mi memoria. Mi padre tenía entonces ochenta años y ya había abandonado la presidencia de CASA y SEAT, ambas fundadas por él. Disponía, por tanto, de más tiempo para su gran afición: la fotografía. En una de sus estancias en España, al saberlo san Josemaría, me preguntó si mi padre sabía qué destino deseaba para su colección y me pidió que le sugiriera la posibilidad de donarla a la Universidad de Navarra. Y añadió: «Ya sabes que soy un gran amigo de la libertad. Tu padre debe decidir libremente, pero rezaré para que se decida a confiar su legado a la Universidad».
Aquellas oraciones fueron decisivas. También para que todos mis hermanos estuvieran de acuerdo en renunciar a la mayor parte de lo que les hubiera correspondido de la gran colección. Con todo, las oraciones de san Josemaría por mi padre tuvieron un efecto más profundo. Mi padre era un hombre de fe, pero se limitaba a la misa dominical. La lectura de los escritos del primer Gran Canciller y su asistencia a unas tertulias en el Colegio Tajamar le ayudaron a encontrar a Jesucristo. De forma que, en los últimos diez años de su vida, asistió a diario con gran devoción a la santa Misa con mi madre.
En 1975, el beato Álvaro del Portillo me llamó para trabajar con él en Roma, pero indicándome que viajase a menudo a Madrid para acompañar a mis padres. Cinco años más tarde, en 1980, ambos fallecieron con un mes de diferencia. Recuerdo cómo en mis últimas visitas mi padre estaba casi ciego y me pedía que le leyera el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz. Yo notaba cómo se le iluminaba el rostro, sobre todo cuando me oía leer: «Mi Amado, las montañas/Los valles solitarios nemorosos/Las ínsulas extrañas/Los ríos sonorosos/El silbo de los aires amorosos...».