Vagón-bar
Cierta vez le preguntaron a mi madre en un programa de radio cómo era yo de pequeño. Lo primero que dijo fue que gastaba muchos zapatos. Esto le hizo gracia a la audiencia y alguna gente se dedicó a recordármelo durante un tiempo: se ve que la mujer lo sufrió mucho, me decían, porque le vino a la memoria antes que nada. Y era verdad, lo sufrió mucho, porque ella hacía malabares con un presupuesto estrechísimo, siempre a punto de romperse por todas las costuras, y unos zapatos nuevos podían significar un quebranto. Quizá por eso nunca entendí la comparación «como niño con zapatos nuevos», porque los zapatos nuevos me producían remordimientos y, a veces, heridas en los talones. Tampoco comprendía por qué degeneraba tan deprisa el calzado desde el brillo insultante que desplegaba en la tienda hasta adquirir el aspecto triste y desmejorado de mis zapatos viejos, resaltado, precisamente, por la comparación. Aprendí pronto que ese brillo no dura, sino con muchos y muy frecuentes cuidados que yo no estaba en condiciones de ofrecer, porque no bastaba con limpiar los zapatos y echarles luego crema. Había que cepillarlos. Y eso, como me explicaba mi madre, sin resultar ni duro ni difícil, requería una paciencia que me llevaba al aburrimiento. No era divertido. Me cansaba enseguida de intentar sacar lustre sin percibir apenas mejora. Entonces, a los poquísimos días, dejaba de cuidarlos y contraían muy pronto el aspecto demacrado de los viejos, lo que me llevaba a usarlos sin tomar precauciones: patadas a las latas, paseos por las pozas, ya se sabe. Supongo que, entonces, mi madre, además de reñirme, empezaba a ahorrar.
La víspera de san Bernardo, me invitaron a merendar unos amigos queridísimos. Tienen una casa de campo muy bonita y agradable que hace juego con su aspecto físico y su carácter: también ellos son bonitos y agradables. Ella había comprado tres nécoras y me explicaron que eso es lo que hacen cuando quieren hablar largamente: se compran dos nécoras y, mientras les arrancan con cuidado las patas y las pinzas y, por fin, las despanzurran, gastan todo ese tiempo conversando. Me gustó la idea y agradecí mucho que me incluyeran en esa intimidad por el simple procedimiento de añadir otra nécora. Puedo asegurar que el mecanismo funciona y que no es caro, al menos en A Coruña.
Justo cuando las terminábamos, llamó otro de sus amigos. Que se venía. Como no había más nécoras, porque eran nécoras para hablar, borraron enseguida todo rastro de ellas, y aparecieron sobre la mesa del jardín viandas diversas, productos ciertos de alta calidad: chorizo, queso y jamón, principalmente. El invitado llegó casi de inmediato y me aclararon que vivía cerca, en un lugar donde tengo familia. Un tipo alto, fuerte, sonriente y que, al menos a primera vista, parecía llevarse muy bien con la vida. Me explicaron que cocina como un profesional y le preguntaron qué tal le había salido el bacalao. No quise aclarar la ocasión sobrentendida porque, encima de entorpecer la charla, poco me iba a ayudar. Respondió muy contento que buenísimo, que la salsa había ligado de maravilla, todo estupendo, y aunque parecía que sus hijas no supieron apreciarlo, los demás comensales sí. Pregunté cuántos años tienen sus hijas, y contestó: «No, ya empiezan a estar en la edad en la que te gusta el bacalao». Tuve el reflejo instintivo de anotar la frase, pero lo dejé en un mero apunte mental. En cualquier caso, algo debió de percibir en mi cara, porque desarrolló un poco la idea.
A los niños, comentó, no les gusta el bacalao. Cuando él era pequeño, su padre se conformaba, pero le advertía: «Con el tiempo te va a gustar mucho». Y él, prendido en esa promesa, lo intentaba, quizá porque quería hacerse mayor, pero reconocía: «Todavía no me gusta». Pensé que su padre era muy listo, y miré la hora en el móvil. Con un sobresalto excesivo, casi de mala educación, dije que se me había hecho muy tarde. Al levantarme vi que no llevaba los zapatos: seguía con las zapatillas de deporte, baratas e impermeables, que uso para meterme en las charcas y en las redes. Pedí disculpas y, ya en el coche, llamé a mi madre.
Paco Sánchez [Com 81 PhD87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.