Vagón-bar
Hace ya veintitrés años publiqué en esta página un texto titulado «La frontera» en el que resumía una anécdota de mi hermano José Luis. Lo escribí con mucho cuidado para que le gustara y no se sintiera herido y para que, al mismo tiempo, los demás lectores entendieran que hablaba de una persona con incapacidad intelectual severa. A José Luis le hizo mucha ilusión y lo guardó. También guardó alguna carta que le envié sobre la reacción de los lectores, que lo recibieron bien, quizá como ningún artículo anterior o posterior. Contaba allí que un día, en medio de unas bromas, le había dicho: «¿Pero qué voy a hacer yo con un hermano como este?». Entonces dejó la guasa, se puso muy serio y, sin mirarme, contestó: «Quererle mucho». No quería dudas ni chanzas en torno a eso.
En aquella época yo vivía lejos y nos veíamos poco. Regresé unos años más tarde y pasamos a encontrarnos casi a diario, a veces apenas diez o quince minutos. Todas las tardes recibía el mismo mensaje suyo: «¿Vienes hoy o no?». Solo cambiaba los viernes: «¿Plan para mañana?». Porque consideraba que los sábados mi coche, mis amigos y yo le pertenecíamos. En realidad, solía quedar a mis espaldas con alguno de ellos, especialmente con Manu y María, que lo trataban como a un rey. Yo le decía que me vampirizaba los amigos y que terminaba reducido a la condición de «el hermano de Luis». Se reía, pero no lo negaba.
Un día percibí que estaba muy seguro de su familia. Ocurrió al final de un simulacro de bronca. Se negaba a ir al pueblo, algo que, aparte de hacer especial ilusión a mi madre, vendría muy bien a los dos. Pero no había modo de convencerlo. Se lo razoné de muchas maneras, se lo supliqué y al final le amenacé con el plan de los sábados: «De ahora en adelante —le dije—, paso de ti». Para mi desconcierto, se rio, levantó los antebrazos con las palmas de las manos hacia arriba, y dijo inclinando un poco la cabeza y todavía riéndose, como ensañándose: «Si... ¡No puedes!». Por eso, desde entonces, cuando toca sufrir y a lo mejor se me ocurre que Dios me tiene un poco abandonado, revivo la escena y, como mi hermano, pienso: «No puede». Y empiezo a sentir de inmediato que vuelve el calorcillo ese que da la alegría.
Me preguntaron una vez si mi hermano sonreía siempre. Sonreía y reía mucho y a menudo me hacía reír, pero si lo conseguía sin pretenderlo, se desconcertaba y decía, refiriéndose a mí pero como si hablara con otro: «¡Qué loquito está!». Por ejemplo aquel día de la semana de Reyes en el que me pidió «Oye, vamos a El Corte Inglés». Le encantaban los centros comerciales. A mí no y me resistí: «¿Pero para qué?». Contestó: «Para comprar tu regalo». Atravesamos dos segundos de silencio, quizá tres. Yo tratando de digerir que fuera a sobreponerse a su lógica tacañería con el poco dinero que manejaba. Él tardó ese tiempo en advertir que la frase podía resultar equívoca y la completó con un «… para mí». Me entró una risa imparable y ruidosa que le hizo muy poca gracia.
En otros casos era yo quien se quedaba helado. Sobre todo, cuando decía cosas que manifestaban la conciencia de su excepcionalidad y hablaba de «la gente como yo». Lo decía con naturalidad, sin pena. O cuando me pedía que no le contara a mamá que le había pagado la apuesta de La Primitiva: «Es que después me riñe porque dice que abuso de mis hermanos». Lo cierto es que ni Cruz ni yo podíamos resistirnos, y él lo sabía. Un día le reproché a mi hermana que le cumpliera todos los caprichos. Ella, que es más lista y más rápida, dijo sin mirarme: «Sí, claro..., que tú no».
Tanto a ella como a mi madre les encantaba cocinar para él, porque era glotón y agradecido. A veces le costaba parar: «Luis, que te va a hacer daño». Entonces, con una sonrisa pícara, anunciaba «¡Última!» y se hacía con otra filloa o con otro dulce. Y… lo repetía en las siguientes, para ver si colaba: «¡Última!». Si le preguntaban —cosa que no dejaban de hacer nunca— qué tal estaba lo que le habían servido, respondía sin falta con una voz ahuecada y como espesa que sonaba a gloria en los oídos de las cocineras: «¡Buenísimo!».
El 3 de julio, en su funeral, el predicador le imaginó diciendo eso mismo al llegar al Cielo.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.
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