Historias mínimas
Lluvia. Siempre la lluvia. Enemiga de nuestra niñez. Enviada por Dios desde un cielo de plomo que nos miraba con indiferencia. Comenzaba el curso y arrancaba a llover. Llovía con una constancia de segundero. Sin pausa ni piedad. Tac, tac. Así era la voz del agua llamando al cristal, pizarra de emergencia donde dibujar con el dedo (un sol, un cohete, una cara sin orejas).
El cielo negro —aún lo recuerdo— sacaba lo peor de las madres. «Ponte el chubasquero y el gorro». Horror. El gorro. Al menos, no era el paraguas. ¿Hay una condena mayor para un niño que llevar paraguas? A quién se le ocurre. Lo único bueno es que servía de espada, y qué duelos de mosquetero. «Vais a sacaros un ojo, guajinos», nos decía doña Conce desde el tendejón de la cancha de hockey. Don Juan, sin embargo, sonreía con los ojos mientras apuraba la pipa, a la que llamaba cachimba. Y al silbato, chiflu. «Tráeme el chiflu, Uría, que se me olvidó en clase». Él cuidaba el recreo, que siempre terminaba con dos pitidos largos, de árbitro mundialista. Yo fui al aula, pero ni rastro del chirimbolo. Al final, apareció don Juan con cara de tormenta. «Tan listo para unas cosas y tan tonto para otras», gruñó. En el patio llovía al revés, del suelo a los pantalones —cortos, por supuesto—, rebotando contra unas baldosas pulidas por el agua y el entusiasmo.
Don Juan era de Cuadros, un pueblín leonés cerca de La Robla, «donde hace un frío siberiano». Nosotros ignorábamos qué quería decir siberiano y también dónde estaba Siberia. Lo desconocíamos casi todo, salvo el catecismo, que iba al dedillo. Ese año hacíamos la comunión. Cosa seria. «¿Cuál es la señal del cristiano?», preguntaba el padre Cutre, que había sido misionero en Brasil. Yo me despistaba mirándole la boina, pero ahí estaba Heugas para salvarnos: «La señal del cristiano es la Santa Cruz». El jesuita continuaba, infatigable: «¿Por qué la Santa Cruz es la señal del cristiano? —La Santa Cruz es la señal del cristiano porque en ella murió Jesucristo para redimir a los hombres». Silencio y miradas de gallina: «¿Qué es redimir, padre?». Vivan los valientes. «Redimir es rescatar del pecado», nos aclaró mientras se acomodaba la sotana. «Y del pecado, lo peor es la perseverancia». Amén.
El curso siguiente se murió el P. Cutre. «Era viejísimo, como cincuenta años o así», le dije a Heugas. Hoy hemos superado esa edad. Pusieron el féretro en una de las salas de visita y allá nos llevaron. Por secciones: la A, la B, la C… En la calle jarreaba con chulería madrileña. «Subíos a la banqueta y os despedís». Yo nunca había visto un muerto y tampoco quería despedirme. Me daba miedo. «¿Y si me mira?», pensé. Delante de mí iba Torres Poza, que era elástico y de Valladolid. Él tampoco las tenía todas consigo, así que brincó al taburete, se persignó sin mirar y bajó raudo, cual conejo a la fuga. Yo, de los nervios, embestí al ataúd, que crujió un poco. El P. Cutre no se despertó. «Menos mal». Tampoco me afectó, debo decirlo, porque no era él, aunque se le parecía. El cura de la caja estaba serio y además iba sin boina. «Rezadle a la Inmaculada para que ya esté en el Cielo». ¿Qué? ¿Dónde iba a estar, si no? «Al infierno van los que no quieren a Jesús», nos había dicho. Estaba claro, él, en el Cielo.
Miré por la ventana y diluviaba. En el jardín de la Virgen no se veía la palmera, y el grijo se ahogaba bajo el agua y los cristales se habían empañado y las gotas resbalaban como bólidos y era divertido verlas y apostar por cuál ganaba y fallar siempre y reírse entre empujones y apoyar la frente en el vidrio, húmedo y frío. «¿Qué hacéis ahí, pasmarotes?», nos dijo doña Emilia desviando la mirada. Jamás había visto llorar a una persona mayor y eso me impresionó. Sin quererlo, sollocé, pero sin alardes. «Los hombres no lloran», nos decían. Luego creces y lloras todo lo que tienes pendiente.
En el alma también llueve. Eso lo sabe cualquiera. Sobre todo, cuando llega la muerte, tan callando. La de una madre o la de un hijo, aunque jamás le hayas visto la cara. «Santinos de Dios, los cuidará María». Entonces, como Manrique, a Aquel sólo me encomiendo y le pido que cese la lluvia. Igual que hacía de niño.
La lluvia. Eterna amenaza de la infancia, inevitable compañera de la vida. Siempre. La lluvia.
LA PREGUNTA DEL AUTOR ¿Somos lo vivido o lo que nos queda por vivir? |
Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá.