Ahora bien
La noticia hubiese llamado mi atención de todas formas. Alfonso Simón, en su libro (de bellísimo título) El paraíso abierto, propone otra interpretación de la frase «Una espada te traspasará el alma», que el anciano Simeón dirigió a la Virgen María a la puerta del templo. Más allá de la novedad filológica, me habría interesado de inmediato, porque une a santa María y una espada, nada menos.
Tradicionalmente, hemos asumido que esa espada representa los dolores de la Pasión al asistir a pie firme al sacrificio del Hijo. Así lo entendió san Agustín y nuestra piedad popular en tantas imágenes de la Virgen Dolorosa con uno y hasta siete puñales clavados en el pecho. Hay otra interpretación más espiritual donde la espada de Simeón es el símbolo de cierta oscuridad interior en aquellos momentos terribles; aunque san John Henry Newman aclaró que no sería ni pecado ni falta de fe, sino «la presencia de la tentación y de una cierta tenebrosidad de espíritu». Ahora bien, el sacerdote Alfonso Simón rescata otra tradición, basada en que el texto sea una traducción griega de una frase original en arameo. El semita san Efrén ya hizo esa lectura en el siglo IV, según la cual lo que en realidad profetizó Simeón fue: «Tú apartarás la espada». ¿Qué? ¿Cuál? «La que cerraba el paso al paraíso a causa de Eva».
Me encuentro con el corazón partido en dos de un tajo. Por un lado, hay un sentido de plenitud en que María no solo pisase la cabeza a la serpiente sino que arrebatase la espada de fuego al ángel de la puerta del paraíso. Por otro, lamento la pérdida de la iconografía tradicional. Y más ahora, porque, desde la consagración contra la pandemia de Portugal y España a los sagrados corazones de Jesús y María el 25 de marzo, ambos presiden mi biblioteca, y el de María porta, por supuesto, su espada.
Hasta que, de contragolpe, veo que las versiones no son en absoluto contradictorias. La Virgen retira la espada angélica… guardándola en silencio en su corazón en el momento en que este se agrieta bajo la cruz. No es una hoja de dolor, sino de luz refulgente, pero allí se hunde, abriéndonos el paraíso de nuevo. Sucedería lo que en el ciclo artúrico Merlín dijo al joven rey cuando le entregó Excalibur: «Más poderosa es esta espada envainada que empuñada».
Los templarios, besando la cruz de la empuñadura antes de la batalla, estarían realizando un implícito gesto mariano. Ya no nos extrañaría lo que a Borges:
«Me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa
y que la rosa tenga el olor de la rosa».
Hay un poemario de G. K. Chesterton que se titula La reina de las siete espadas, y cada una la blande un santo caballero de un país de Europa: Santiago por España, san Jorge por Inglaterra, san Dionisio por Francia, etcétera. Nos pasma otra vez Chesterton, que supo presentir que, más que puñales de dolor, aquellas hojas marianas eran armas angélicas. Tampoco Tolkien fue manco y concibió espadas morales: Narsil, rota y forjada de nuevo, para el rey que vuelve. O Dardo, y todas las hojas élficas, que se iluminan cuando el mal está cerca. Qué útiles nos serían, ¿verdad?
Lo fundamental es que el lugar de la espada es el corazón inmaculado. «Hay algo noble en todas las espadas», escribió Julio Martínez Mesanza en el poema «San Luis». Por eso, a pesar de que hace ya muchos siglos que el «arma negra», la pólvora, desplazó al «arma blanca», el acero, perviven como icono de la lucha por lo bueno y lo verdadero. El ordenador también ha desplazado a la pluma y, sin embargo, sigue siendo el emblema de la búsqueda, a través de la literatura y la filosofía, de lo verdadero y lo bello; y ha de mojarse en el corazón del que escribe.
Había lamentado la pérdida del sable de gala de mi abuelo paterno, que murió mucho antes de que yo naciera, pero que empuñé de pequeño en el caótico y silencioso trastero de casa de mi abuela, y nadie lo ha vuelto a ver. Lo he llevado en el corazón desde entonces, y ahora sé que estaba donde tiene que estar, reflejo de la espada original de Nuestra Señora.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.