Vagón-bar
Libertad para progresar
Me resulta insufrible leerme, quizá porque siempre encuentro algo equivocado o mejorable en la forma, en el fondo o en ambos niveles. El caso es que, si doy por válido un texto y renuncio a mejorarlo, a menudo porque no me queda otro remedio, se me quitan las ganas de releerlo. Casi nadie me cree cuando lo digo, pero de hecho me han pasado cosas muy raras porque —si ha transcurrido el tiempo suficiente— ni siquiera reconozco como mía aquella letra de imprenta. Me ha pasado hoy mismo con un artículo que publiqué hace bastantes meses en la última página de La Voz de Galicia. Alguien me mandó una foto de la plana, para que leyera un reportaje suyo que yo no había visto en su día, precisamente, porque nunca miro la última de los sábados. Total, advertí que iba también una columna que llevaba un título, «Ingenio alcohólico», que me extrañó, porque me sonaba a ingenio azucarero y a plantaciones de caña. Era mía. Le eché un vistazo al primer párrafo y me acordé difusamente del motivo que me impulsó a escribirlo: un paper que pretendía vincular el consumo de alcohol con la innovación y, para ello, los autores investigaron lo ocurrido en Estados Unidos durante la ley seca.
Por lo visto, en los tres primeros años sin alcohol cayó cerca de un 18% el número de patentes registradas. Luego, se recuperó el genio innovador que, al parecer, no residía tanto en la cerveza y el whisky como en el mero hecho de verse con otros en el bar y someter las propias ideas a la validación de los amigos, los vecinos y hasta de los desconocidos. En cuanto se asentaron otros modos de comunicación informal, el flujo de patentes registradas, la inventiva, volvió a donde solía. La creatividad, en suma, dependía, sobre todo, de la posibilidad de confrontar ideas.
Parafraseando a Samuel Johnson se puede decir que una idea es como una alcayata: si al clavarla no encuentra resistencia, difícilmente se podrá colgar algo de ella. Una idea impuesta, que no admite revisión ni comentario, es una idea inmadura, enteca, insegura de su propia racionalidad, dependiente de la violencia intelectual o física para sobrevivir, y por eso mismo no suele perdurar.
De ahí que las dictaduras terminen en la crueldad autoritaria, pero también en el estancamiento o el declive económico, científico y técnico. Si se instaura una verdad oficial impuesta, que no está permitido discutir —aquella ciencia proletaria de Stalin, por ejemplo—, el avance se vuelve imposible, la rigidez inmovilista gripa el motor del progreso. El discurso único atenta a la vez contra un derecho humano básico y contra la salud material de los pueblos. Las verdades oficiales tienden a polarizar, primero, y a aplastar después. Son violentas en sí mismas y estercolan nuevas violencias. Para nada, porque acaban recluidas en las páginas más oscuras de los libros de historia, tras dañar vidas y haciendas durante muchos años o pocos.
Del mismo modo que las iglesias no son ni deben ser democráticas, tampoco las democracias deben convertirse en iglesias que obligan a observar cultos y dogmas propios. Quienes, normalmente de buena fe y convencidos de que defienden lo justo, se oponen a la libertad de expresión suelen argumentar que no, que no se oponen, que todo el mundo puede decir lo que quiera, pero que luego hay que atenerse a las consecuencias: a perder el empleo, por ejemplo, o al linchamiento público. Obviamente, a eso no se le debe llamar libertad. Para querer la libertad hay que querer también, o casi antes, la del otro.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.