Ahora bien
Cuando los demás nos hablan mucho de su trabajo, nos aburren. Yo, cuando lo perpetro, me excuso en que mis dos oficios, el de profesor y el de escritor, tienen una fundamental dimensión pública. Aunque tampoco las tengo todas conmigo; así que iré rápido y, antes de terminar, sacaré una conclusión generalista. Hablaré de la edición de libros y de una última tendencia, cuyos efectos, aunque inadvertidos, alarman.
Gracias a las posibilidades que ofrece el diseño por ordenador y las imprentas digitales, se han abaratado mucho los costes de publicar. Al año se crean en España cerca de quinientas editoriales y se echan al mercado cientos de miles de volúmenes. Teniendo en cuenta que ni el público lector aumenta ni crece la velocidad lectora de los que leemos, pocos libros culminan su ciclo vital con esa lectura reposada que es su destino. Habría, además, que sumar la facilidad de colgar libros en la red, aunque no hace falta. Por sí solos, los números de los títulos en papel son aplastantes.
Ahora bien, eso no es lo peor. Las editoriales han encontrado un filón económico (o, para no pecar de hiperbólico, un colchón de supervivencia) en que los autores se costeen la edición. Algo de eso existió siempre, pero ahora se ha convertido en un nicho de mercado. En la vida, los puntos muertos no existen: quien no avanza retrocede. La dinámica del trato a los escritores viene siendo la de un retroceso permanente. Exceptuando a unos pocos, se empezó por no pagarles, suponiendo que la vanidad de verse publicados ya era bastante recompensa. Esa vanidad existe —cómo lo negaría yo—, pero no debería ser distinta de la del carpintero satisfecho de su trabajo, que lo cobra, como es natural, porque no es una carcoma que coma madera. Luego, se animó a los autores a que organizasen presentaciones y se responsabilizaran del marketing. Después, se les comprometió a que comprasen un número determinado de ejemplares para asegurar unas ventas mínimas. Y al fin es cada vez más común, como digo, que a poetas, ensayistas y narradores se les pida directamente el dinero para publicar sus títulos y sostener la editorial.
No escribiría el artículo si esto solo importase a los escritores, pero tiene un efecto en la literatura, que a su vez repercute —como explicó muy bien Ezra Pound— en la sociedad. Se adultera la calidad del lenguaje, que es la moneda de cambio de nuestras transacciones intelectuales, y la literatura, que es su patrón oro. Que los editores busquen su beneficio resulta legítimo. Sin embargo, su negocio nos concierne demasiado como para no pensárselo dos veces. La autoedición produce, en cierto modo, una falsificación de moneda o, como mínimo, una inflación brutal. A la que ya venían contribuyendo las subvenciones públicas a la edición y las editoriales institucionales. Ahora todo se agrava.
Observen lo que ocurre. Los editores no filtran la calidad, ya que no viven de vender los libros, sino de fabricarlos por encargo. Antes, apostaban su dinero y se tentaban, por tanto, la ropa. Rechazaban múltiples manuscritos y sometían los aceptados a una corrección implacable. Ahora, previo pago, rebajan sus filtros, como mínimo. Se publican libros que, siguiendo el sistema tradicional, no hubiesen llegado a las librerías y, sobre todo, salen a la luz otros que habrían seguido depurándose en el oscuro cajón del escritor rechazado hasta encontrar por fin al editor intrépido, que habría puesto, encima, toda su atención en depurarlos. Sin la presión de tanto trabajo oscuro, resultan mucho más carbón que diamante. Es la pérdida peor, porque libros que podrían haber sido excelentes se suman a la cantidad ingente de inanes volúmenes prematuros que nos angustia.
Lo que lamento de los libros ocurre en todos los órdenes de la vida. La trampa más difícil de escapar es la facilidad. Cuando todo se pone demasiado blando, alarmémonos. La complicación, el esfuerzo, el fracaso, la esperanza, el sacrificio y la perseverancia son los aliados más firmes y más fieles de la felicidad final.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.