Firma invitada
María y Severino
Cuando la edad fue añadiendo nuevos achaques a la salud frágil e incierta de María, Severino se apuntó en un papel la dosis y el color de las pastillas que debía administrarle. Todos los días se sentaba a la mesa de la amplia cocina familiar y preparaba con mimo los montoncitos: dos rojas y media verde para el desayuno, una blanca redonda y los polvos efervescentes para la comida, la cápsula amarilla y azul para la cena... Sus manos, curtidas por decenas de cosechas, se habituaron a aquel pequeño ritual y al formato a veces esquivo de algunos comprimidos. María se dejaba llevar con una sonrisa. En verano, los dos se sentaban al caer la tarde en un banco de piedra que recorre la fachada de la antigua casa del cura. Severino animaba a su mujer con algunas de sus bromas y el pueblo silencioso se iluminaba entonces con la risa agradecida de María. Otras veces permanecían en silencio, contemplando cómo el sol del ocaso doraba el valle en el que habían transcurrido –siempre juntas– sus biografías. Luego hubo que ingresar a María, y Severino se organizaba para ir a la capital y acompañarla. También allí la entretenía con sus ocurrencias y sus recuerdos. Cuando María murió, la enterraron en el pueblo, a la sombra de la iglesia, en un cementerio que casi parece de juguete, que no da miedo ni pena. Antes de comer, Severino se acercaba trabajosamente al camposanto, abría la puerta de forja, se sentaba en una de las lápidas y le contaba en voz alta a María las últimas novedades que sus hermanos misioneros le habían remitido por carta desde Taiwan o la India. Después murió Severino y lo enterraron junto a su mujer. Ninguno de los dos se habían alejado nunca de aquel pequeño rincón de la geografía navarra, pero juntos compusieron una auténtica epopeya: la de su matrimonio.
Como ellos, las parejas que desvelan sus historias en este número de Nuestro Tiempo son además un desafío a la estadística: a pesar del INE y de los juzgados, su larguísima convivencia viene a confirmar con nombres y apellidos que el amor puede ser muy duradero y muy feliz. No hace falta añadir ninguna moraleja a la suma de sus recuerdos. Ni siquiera los interesados se atreven a dar consejos. Feliciano y Yugo, dos de los entrevistados, admiten que no sabrían cómo transmitir a sus hijos el secreto de tantos años compartidos. “¿Para qué decirles nada? Ya nos ven”.