Vagón-bar
Cuando terminaba primero de Periodismo en la Universidad de Navarra, David Beriain y sus padres nos invitaron a Artajona. Me parece que fuimos Alejandro Navas, decano entonces, algunos compañeros de David y yo. Nos saludó muy sonriente antes de que bajáramos del coche delante de una casa de piedra que transmitía solidez, señorío, solera. Señalé el escudo sobre la puerta y le dije a David para bromear: «¡Así que rojo y con escudo, eh!». Me había dicho que militaba en Izquierda Unida o, al menos, que simpatizaba con la formación. Su respuesta fue otra sonrisa, ya me tenía muy sabido, y un autorretrato perfecto, por lo que dijo y por cómo lo dijo: «¿Qué pasa, chaval? ¡Rojo, pero noble!». No sé si mantuvo las simpatías comunistas —nunca le pregunté—; sí sé que jamás dejó de ser un hombre noble, en el sentido más amplio y profundo de la palabra. Por eso le queríamos tanto tantos.
A los pocos días de empezar la carrera vino a verme porque le había sido asignado como asesor. En aquella primera entrevista me sentí examinado y suspendido. No recuerdo qué me dijo o qué me preguntó o qué le contesté. Cuando salió del despacho, tan serio como había entrado, me hice a la idea de que no volvería nunca. Al cabo de una hora estaba de regreso con dos amigos. Pidió que les repitiera lo que le había dicho a él. Supongo que repetí lo que fuera mientras David nos miraba, ahora sí, sonriendo. Era un líder natural y todos le obedecíamos. Dos meses después conocí a Angelines, su madre. Me confió que le parecían muy bien los consejos que le daba a su hijo. Me quedé espantado. No imaginaba que aquel chaval, tan independiente y tan líder, de carácter tan marcado, le contara nuestras conversaciones a su madre. Siete años más tarde seguía haciéndolo. Cuando David ya estaba en La Voz de Galicia, sus padres se acercaron a Coruña y fuimos los cuatro a cenar. En un momento en el que nos quedamos solos, su padre me dijo: «Ya sabemos que va a tu casa antes de marchar a la guerra». Debí de poner cara de susto, aunque simplemente no había entendido, y Javier añadió para tranquilizarme: «Nos parece bien. Nos alegra que vaya a ver al cura antes de salir». David había iniciado hacía unos meses su carrera de enviado especial a zonas de conflicto. Me parece que ya había estado unas cuantas veces en Irak. Antes de viajar, hablaba con don Carlos Elizalde, navarro como él —y también fallecido—. Casi nunca me enteraba de esas visitas. Iba cuando yo no estaba.
Este era otro rasgo de su carácter, tan singular: seguía los consejos que veía razonables, pero le costaba reconocer que los seguía, como si hacerlo resultara cursi o vanidoso. A veces, si pensaba que me daría una alegría grande, me la comunicaba a su manera. «Voy a ser el padrino de confirmación de mi hermano», anunció un día muy contento. «Bien, pero para eso habría que hacer otras cosas antes», respondí sin alborozo. «¡Pues para que sepas: ya las he hecho!». En realidad, usó otras palabras. A David casi nunca se le puede citar literalmente… Hablaba con un desgarro que intentaba velar su desbordante ternura. Como si temiera no parecer suficientemente duro.
Era muy duro, sin embargo. Hasta el punto de bordear la imprudencia. Apenas iniciados sus periplos guerreros, empezó a padecer unos cólicos nefríticos dolorosísimos, larguísimos y, sobre todo, imprevisibles, que a veces requerían días de hospitalización. Los llevaba con naturalidad. Ni se quejaba ni se escudó en ellos para evitar misiones en las que quedaría desamparado durante semanas, sin posibilidad de acudir a la unidad de Urgencias donde pasábamos horas hasta que el analgésico intravenoso le aliviaba.
A la vuelta de una comida, se dejó el sobre de la renta en mi coche. Fui a la redacción para devolvérselo. Vino riéndose al cabo de un rato: «Los has dejado asombrados (tampoco dijo asombrados). ¿Sabes qué me han dicho? Que si el asesor también me hace la declaración. Es que tuve que explicarles qué es un asesor en Navarra y que ya te quedas con él de por vida y tal, y pensaron…».
En un tuit muy celebrado, un descreído Ramón Lobo imaginaba a David riéndose en el cielo y le decía: «Habla bien de nosotros, por si acaso».
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.
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