Vagón-bar
Memorias vicarias
A comienzos de curso me entra siempre la misma duda inquietante, desagradable como casi todas las dudas: ¿me entenderé también este año con los alumnos? Cuesta reconocer que el tamaño de la incógnita se agranda con el tiempo, y la sombra se vuelve más acuciante y penosa. Y no por falta de indicios: ellos siempre tienen la misma edad y tú un año más, ya se sabe, pero encima ellos cambian y tú no o no tanto. Todavía recuerdo la estupefacción con la que escuché a un alumno llamarse a sí mismo adolescente, como si fuera obvio. Hasta ese curso, los de primero consideraban que ya habían pasado la adolescencia. Se veían muy jóvenes, pero no adolescentes. Lo que cuento sucedió hace tres o cuatro años, y ahora ya no hay ninguna duda: todos se tienen por adolescentes. Y además, sus experiencias vitales, y por tanto su manera de ver la vida, se parecen muy poco a las de los chicos y chicas de hace apenas diez años.
No quiero meterme en grandes profundidades de las que me resultaría imposible emerger sin magulladuras, así que me quedo en un fenómeno nuevo y muy superficial que se manifestó este otoño. Una de las prácticas más fáciles que les mando, también porque les solía gustar mucho, consiste en narrar un recuerdo de la infancia. Cerca del cincuenta por ciento de esos recuerdos solían ser navideños o relacionados con la llegada de un hermano o de una mascota. Sin embargo, esta vez me encontré con que más de la mitad no sabían de qué escribir, no recordaban nada especial. Y el resto… tenían sus recuerdos infantiles en fotos o en vídeo, en el móvil o en el ordenador portátil. De lo primero, de la ausencia completa de recuerdos significativos, ya habían comparecido algunos antecedentes aislados en cursos anteriores. Lo otro me resultó completamente nuevo. Y gracioso.
Normalmente disponemos de dos tipos de recuerdos de la niñez: los verdaderos recuerdos y los que asumimos después de haberlos escuchado mil veces a nuestros padres. Los verdaderos recuerdos, claro, son mucho más tardíos que los otros, pero también más vivos e intensos y por eso los preferimos. Bueno, por eso, y porque los que repite nuestra familia suelen ser muy divertidos… para ellos. Sabía que hay personas que borran los recuerdos de épocas completas de su vida. Pero no sabía que, cada vez más, los recuerdos se pierden por haberlos fotografiado o grabado en vez de poner los cinco sentidos en vivirlos. Por supuesto, dicen, los recuerdos se pueden recuperar con el visionado de las fotografías o los vídeos, pero se recuperan apenas los detalles —eso sí, con una precisión mucho mayor—, pero no la intensidad y las emociones del momento, acaso porque las dejamos de sentir, concentrados como estábamos en hacer la foto o el vídeo. Según tal teoría, que leo en un artículo de una psicóloga británica especializada en memoria, nuestros recuerdos pierden el alma, se convierten en una colección de muñecas o de postales sin vida. Y a la vez propician una gestión diferente de la memoria, más eficaz en algunos aspectos.
Quizá esto explique que muchos de los nuevos alumnos carezcan de recuerdos o, al menos, que ninguno les parezca significativo. Puede que empezaran a hacer fotos demasiado pronto, pero probablemente tiene que ver con otras cosas que ahora prefiero bordear. Pero acaso sí ayude a entender que les resulte más fácil relatar memorias vicarias, transmitidas por la familia y apoyadas en imágenes que no recuerdan, por muy frías que parezcan.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la
Universidade da Coruña.
@pacosanchez