Ahora bien
A la pregunta «¿Qué te apetece desayunar?» llevo meses contestando lo mismo cada mañana: «Muero por mermelada de moras de la morera de Moro». Desde que me enteré de que pervive una morera de las que plantó Tomás Moro en 1520. Lo hizo en las tierras que había comprado a orillas del Támesis, en Chelsea (nada menos), para construir Beaufort House, una casa principal acorde con las grandes dignidades alcanzadas (que perdería enseguida para no perder su dignidad). Aunque Beaufort House no pervive, lo hace esa morera. A su alrededor está ahora el Allen Hall Seminary Garden, el jardín del seminario católico de la diócesis de Westminster, que no es mal heredero.
Moro plantó las moreras por lo que ustedes están imaginando. Para hacer un chiste. No en vano estamos ante el santo patrón del sentido del humor. Había un juego de palabras obvio entre su apellido y el nombre en latín del árbol: Moro/Morus. Le gustaba mucho bromear con su apellido, y también a su amigo Erasmo de Rotterdam, que tituló Elogio de la locura como otro guiño (Moria significa insania en griego) al sensato Tomás; y casi seguro que Shakespeare en el soneto XXIII coló un juego de palabras moreano («More than that tongue that more hath more express’d»), que es un homenaje secreto, que es una oración íntima. Moro tenía otro motivo más serio y romántico para plantar su morera: la forma de corazón que tienen sus hojas; las preferidas, por cierto, de los gusanos, ay; pero de los gusanos de seda, ojo, para terminar hermosamente.
A Tomás Moro le pasaba como a Gilbert K. Chesterton. Gastaba bromas que resultaban profecías. Porque el color de las moras, que según el mito antes eran blancas, remite a la sangre derramada por Tisbe y Píramo. Ahí late una premonición de la decapitación de Moro. Además, estirando los símbolos, de las moras se saca un jarabe ideal para hacer gargarismos que curan… las afecciones de garganta. Humor negro que podría llevarse aún más lejos: humor morado, porque las moras dan nombre al color mismo, del que sale la palabra moratón para señalar un hematoma.
Las analogías son feraces. La morera es un árbol que agradece el hacha. Tras una buena poda, da más fruto. Pocas plantas son más fieles al viejo lema moral hortofrutícola: «Succisa virescit», podado, reverdece. Algo así le pasó a Moro, santo para la Iglesia católica y —asombrosamente— para la anglicana, cuyo fundador lo mandó al patíbulo. Moro fue un hombre para todas las circunstancias: político, humanista, literato, poeta, padre de familia, abogado y mártir. Las moras tampoco se quedan cortas ni perezosas y se utilizan para yogures, pasteles, zumos, batidos, helados, gelatinas, confituras, zumos, licores, jaleas, jarabes… Y para mi soñada mermelada.
Andaba fantaseando con hacer un viaje a Londres a recoger un cesto de moras o, todavía mejor, a traerme unas semillas o unos esquejes, cuando pensé en el campus de la Universidad de Navarra. ¿No quedaría allí maravillosamente bien un árbol de Moro? La universidad rendiría un homenaje a un intelectual de primera magnitud (que es intercesor del Opus Dei) y se pondría, literalmente, a su sombra. ¡Qué bien se tienen que leer, en mayo y en junio, bajo esa morera, sus Últimas cartas, sus Epigramas o su Utopía! Sugiero a los botánicos de la Facultad de Ciencias una expedición científica para traerse semillas del viejo árbol. Habrá que esperar unos buenos años para que crezca, naturalmente, pero eso no es un motivo para descorazonarse, sino para no perder un segundo. Quizá, dicen algunos expertos puntillosos, la morera del Allen Hall Seminary no sea la original, sino una descendiente directa, aunque eso no quita nada a la leyenda, como no perdería nada de morería de pura cepa la morera que se plantase en nuestro campus.
Yo iría a Londres por mi cuenta, pero no sé cómo se me dará lo del esqueje ni si tendría tanto simbolismo una morera de Moro en mi jardín como en la Universidad de Navarra. Regalo la idea a los botánicos. Bueno, no, no se la regalo. La cambio por un bote de mermelada.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.