Vagón-bar
Notas al margen
Me parece que era Steiner quien decía que para leer hacen falta dos cosas: silencio y un lápiz. Los libros que se pueden leer sin silencio o que no impelen a la nota al margen, al subrayado, a la acotación de una idea, al garabateo de una réplica, una queja o una expresión de entusiasmo son libros de consumo, como diría C. S. Lewis: libros que se usan como los helados o los caramelos, los pañuelos de papel o los vasos de plástico. Es decir, son libros que no incitan al diálogo, a la conversación, que no te revuelven la cabeza, que no enredan con tus estereotipos y prejuicios. Acabo de leer uno de Adam Zagajewski, titulado En defensa del fervor, que ha quedado exhausto, el pobre, de notas al margen y subrayados (algo, por cierto, que algunos amigos aprecian cuando luego se los presto así, impúdicamente marcados).
Me resulta imposible trasladar el cúmulo de ideas y conmociones que me ha producido la lectura de los ensayos que Zagajewski recoge en este volumen, pero al mirar mi cuaderno de notas (sí, también tomé notas), veo un conjunto de citas sobre la ironía que, quizá, ayuden a comprender en parte el entusiasmo que despertó en mi conciencia. Dice por ejemplo Zagajewski a propósito de la poesía: “Hay autores que usan la ironía para azotar la sociedad de consumo, otros aún luchan contra la religión o la burguesía. A veces la ironía expresa algo más: la desorientación en medio de una realidad plural. A menudo simplemente encubre la pobreza de pensamiento. Porque si no se sabe qué hacer, lo mejor es volverse irónico. Después, ya veremos”. Y unas líneas más tarde: “La ironía abre en los muros brechas muy provechosas, pero si no hubiera ningún muro, tendría que horadar la nada”. O también: “La ironía anula la inseguridad. La ironía, si ocupa un lugar central en el modo de pensar, es una variante perversa de la seguridad”.
La ironía es el registro dominante, me parece, en el lenguaje político y en el periodístico: en las declaraciones y en las crónicas, especialmente cuando se refieren a lo sublime. Por eso, concluye en otro ensayo: “Tengo la sensación de que en la actualidad nuestra producción espiritual padece de cierta mediocridad, anemia y pequeñez. En nuestra producción actual salta a la vista la desproporción entre las palabras elevadas y las palabras bajas, entre la expresión potente de la espiritualidad y el interminable parloteo de unos menestrales muy contentos de sí mismos (…) y me parece también que uno de los principales síntomas de esta debilidad es la atrofia del estilo elevado el predominio apabullante del estilo bajo, coloquial, tibio e irónico”.
Zagajewski no aboga por un arte pasmado, acrítico y desatento: “¿Puede haber un místico domado, apaciguado, un místico ocupando una plaza de funcionario?”. Al contrario, insiste en que “la belleza no es para los estetas, la belleza es para todo aquel que busca un camino serio; es una llamada, una promesa, tal vez no de felicidad –como quería Stendhal–, pero sí de un gran peregrinaje eterno”. Semejante concepción le permite acercarse con acierto a la esquizofrenia moderna: “En nuestra época, los valores del Siglo de las luces triunfan en las instituciones públicas –por lo menos en el mundo occidental–, mientras que en la vida privada nos incordia una insaciabilidad romántica. Consentimos en ser racionales cuando se trata de decisiones públicas y sociales y de intereses colectivos, pero en casa, a solas, no dejamos de buscar el absoluto, y las soluciones que aceptamos en la esfera pública no nos parecen nada satisfactorias”.
Cualquiera de estas notas me permitiría una columna entera, pero he preferido dejar hablar al poeta polaco. No se lo pierdan. Pero permítanme aún una última, mi preferida: “Siempre habrá quien diga que la poesía es sólo literatura y la música es sólo música; y este alguien, dolido como Job (o sólo pedante, como el estudiante de una universidad elitista), tendrá razón. Es sólo poesía, es sólo música. No tenemos nada mejor”.