Dos veces cuento
Nuevo mundo
Durante años estuve pronunciando mal el apellido Dvorák. Yo lo decía como un nombre de mujer exótica, semitransparente. Quienes lo dictaban bien parecían cruzar en el aire el ruido de un latigazo. Me pensaba que estaban refiriéndose a otro compositor, desconocido para mí. La ignorancia es, desde luego, atrevida. Tardé en darme cuenta de que en una partitura los protagonistas y los paisajes tal vez no necesitan aparecer, y que la música es un buen sitio para encerrarse.
Con Juan Gracia Armendáriz no soy objetivo. Me emociona cualquier línea suya. Sus versos del principio, sus cuentos bien ahormados, sus microrrelatos pioneros y a la vez asentados de clasicidad y maestría, sus novelas de títulos diáfanos, la elegancia airosa de sus columnas y sus artículos. Es periodista, profesor universitario en la Complutense de Madrid y ha dejado gotear su último libro, Diario del hombre pálido, para que el corazón tenga un teclado como un cuerpo tranquilo. Juan Gracia Armendáriz escribe como escribe porque sabe mirar. Y sabe resumir a base de sugerencias, y afinaciones de la memoria, de notas experimentadas. Yo ya me entiendo…
Aquí abajo tienen un microrrelato, “Nuevo Mundo”, narrado por alguien no importa a qué edad ni en qué libro, y sí importa en qué universo, en qué meridiano de la felicidad y su pasado, en qué mundos paralelos —por ahí se pone a mirar, en medio de las líneas y espacios del pentagrama de los latidos— entre las rayas y huecos de música de lo que fue antes y sigue resonando en la vida, función tras función, espectador tras espectador, generaciones y generaciones.
NUEVO MUNDO
Cuando papá enloquecía se encerraba en el salón, encendía el tocadiscos y hasta nuestro cuarto llegaban los compases de La sinfonía del Nuevo Mundo. Era tan alto el volumen del aparato de música, que a decir de los vecinos la Orquesta Sinfónica de Berlín tocaba algunas noches, toda ella al completo, en nuestro salón. Asocio la composición de Dvorak con la tormentosa frontera que entonces atravesaba papá: un hombre de cuarenta años que buscaba en esa composición un nuevo horizonte, una tierra de promisión, algo que le ayudara a huir y dejar atrás la tormenta de deudas que amenazaban su negocio y la estabilidad familiar. Aquellas notas me ponían los pelos de punta porque se me antojaba que presagiaban una costa americana, rocosa, entre la bruma helada del amanecer, vista desde la borda de un precario esquife donde nos agolpábamos toda la familia, como los náufragos en La balsa de la Medusa. Esas imágenes llenaban el salón donde mi padre, a solas, con un whisky en una mano y un cigarro Winston en la otra, dirigía su invisible orquesta de fantasmas. A fin de apaciguarle, mi madre nos hacía pasar al salón, donde él ya descansaba en el sofá con terrible gesto de Von Karajan. Le dábamos las buenas noches con un trémulo beso en la mejilla y luego nos acostábamos sin hacer ruido. Por aquel entonces yo leía El bandido adolescente, de Ramón J. Sender, e imaginaba que ante mí se extendía una tierra fronteriza y polvorienta, por donde merodeaban jóvenes asesinos de pelo rojo y mirada indomable. Cuando todo parecía en calma y la casa quedaba anegada en un silencio aún poblado de notas y compases, yo apagaba la luz de la mesilla y soñaba que mi padre dirigía una caravana. Lo hacía con un látigo en una mano y un rifle Winchester en la otra, la cara enrojecida por el alcohol, bajo el sol inclemente de Arizona, y que toda la familia, incluido nuestro pobre perro, que correteaba atado al carromato, nos adentrábamos en una gran extensión de tierras salvajes.
Juan Gracia Armendáriz
(Inédito)