Ahora bien
Murió la duquesa de Alba; y las revistas del corazón, tras un intenso periodo de palpitaciones, ya han vuelto a lo suyo. Yo, en cambio, sigo compungido. Se me saltan las lágrimas cada vez que me acuerdo… del Impuesto de Sucesiones. Por supuesto a la señora Duquesa le deseo lo mejor en su nueva vida (eterna), pero a mí me atenaza lo peor: un miedo cerval, digo, fiscal. Con independencia de donde tributen finalmente los herederos de la Duquesa, lo que me estruja el corazón es el dato, repetido tantas veces estos días a cuenta de la disputada liquidación, de que en Andalucía tenemos que pagar casi cuarenta veces más que en Madrid. Entran unas ganas locas de no morirse nunca.
Por suerte, Nuestro Tiempo es una revista de vocación universal. Si no, decir que no hay derecho a que las regiones tengan regímenes diversos de fiscalidad justo en Navarra resultaría poco diplomático. En mi descargo, conste que no veo mal la rebaja de Madrid o de Navarra, sino la rapiña de otras partes, y conste, sobre todo, que se trata de un problema de las modernas sociedades occidentales, que de una forma u otra, con un tipo u otro, afecta a cualquiera. Se dice que la Constitución prohíbe la doble imposición, pero ya firmaba yo por una fiscalidad doble o triple. La nuestra tiene más cabezas que la Hidra de Lemos.
Sobre lo que ganamos, pagamos el irpf, por supuesto; pero a renglón seguido la mayoría de ese salario se nos va en vivir, por lo que pagamos el iva de lo consumido sin solución de continuidad. ¿Lo que las familias gastamos en comer, vivienda o transporte no debería ser deducible del IRPF como lo es una dieta laboral, más allá del irrisorio mínimo exento? ¿Y la luz encendida hasta altas horas de la noche cuando nos traemos trabajo a casa? ¿No podrían considerarse inversiones tantas compras en libros o en material escolar de nuestros hijos? Sería una gran ayuda a las familias o, mejor dicho, una manera de tratarlas equitativamente. En vez de eso, nos suman las tasas, los ibi, las licencias, los costes sociales del servicio doméstico —si hay ayuda en casa—, el impuesto del patrimonio, si llega… Incluso las multas, según Chesterton, son impuestos pequeñitos.
En pura lógica contable, deberían considerarse como «impuestos indirectos o voluntarios» los gastos en sanidad, enseñanza o seguridad privada. Esos gastos paralelos o suplementarios los pagan unos contribuyentes que sostienen a la vez con sus impuestos los servicios públicos que no usan. La fórmula del cheque escolar, tan lógico en lo económico como respetuoso con la libertad de enseñanza, pero negado una y otra vez por los políticos, en buena ley debería no solo implantarse, sino extenderse al cheque sanitario o al cheque de seguridad.
No es extraño que uno al final se muera. Y no solo por el susto. Es una costumbre que sabe tener la gente, Borges dixit. Y entonces viene —tanto hablar de los fondos buitre— Hacienda. Los moralistas suelen advertirnos de que no nos vamos a llevar nada de este mundo, pero lo que yo querría es dejar algo, por favor. A mis hijos. Eso tampoco, por lo visto. Y si hay que vender alguna propiedad para pagar a Hacienda —como habrá que hacer—, se suma, a renglón seguido, la plusvalía municipal. Y lo que el comprador nos repercuta del impuesto de transmisión patrimonial. Todo de una tacada.
Es la devastación de la clase media, que vive, como en el soneto de Quevedo, en presentes sucesiones de difuntos. Por desgracia, en las clases más humildes no hay qué dejar en herencia. Por fortuna —por la patrimonial y por la buena suerte—, las clases altas pueden aprovechar el dumping fiscal de las comunidades, con casas abiertas aquí y allí y sin tener que trabajar en un sitio fijo. Mientras tanto la clase media, como el Cid con sus batallas, seguirá pagando impuestos hasta después de muerta.
Pero estará muerta, con lo que supone para un país. De ella emana la estabilidad política y la gran masa crítica de los intelectuales, de los artistas, de los científicos, hasta de los santos. Repasen las biografías y lo verán. Un poco de comodidad es básica para lanzarse a las tareas más arduas. Ahora, como país, estamos representando la fábula de la gallina de los huevos de oro en carne propia. Y da miedo porque nosotros somos las gallinas.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.
@EGMaiquez
egmaiquez.blogspot.com.es