Cátedra abierta
Hay quienes han considerado los centros educativos como hervideros de conflictos. Es una apreciación dura, pero habría que aceptar que en ellos surgen —o siempre pueden surgir— problemas de convivencia: enfrentamientos interpersonales, desmotivación escolar, disrupción, rechazo social y bullying.
El bullying, en concreto, ha alcanzado gran visibilidad durante los últimos años. Se han vivido incluso momentos de alarma social. Según la Organización Mundial de la Salud, en Europa al menos la mitad de los suicidios de adolescentes tienen alguna relación con el bullying. Informes de la ONU sitúan a España como el cuarto país europeo con mayor prevalencia.
Desde la investigación educativa, gran cantidad de estudios se han centrado sobre todo en la psicología de los agresores y de las víctimas, pero hay que situar el problema —y su solución— allí donde se genera, en el grupo de iguales: el bullying es un fenómeno grupal. La víctima se siente amenazada por el conjunto del ambiente escolar. No consigue comprender ni encontrar salida a los ataques injustificados que recibe. Esto le genera una indefensión y culpabilización tan extremas que impide que cuente su problema.
Pero, a largo plazo, todos son víctimas. ¿Por qué? Los agresores aprenden a conseguir aquello que se proponen a través del uso del poder y la imposición de sus deseos, sin tener en cuenta a los otros. Y los espectadores, por su parte, se acostumbran a no hacer nada por evitarlo, lo que les lleva a ser más insolidarios e individualistas. Se instala en el grupo un desorden moral, donde se establece qué es lo que hay que creer y opinar si se quiere ser aceptado, y se presenta incluso como correcto y valiente lo que en realidad es cobarde y moralmente injusto.
El bullying supone un riesgo futuro personal y social que en el presente trunca las finalidades de la educación. A pesar de que se ha avanzado en no dar la espalda al problema, todavía hace falta pasar a la acción. Y ahí, todos —instituciones políticas, educativas, asociaciones y ciudadanos— tenemos quehacer.
La educación llama a la prevención y, desde ella, se nos invita a mantener una mirada positiva hacia la convivencia. Esto implica considerar los conflictos como oportunidades para desarrollar el diálogo o encontrar salidas a problemas que estaban ocultos. Sabemos que si se orienta a los niños en la solución de los conflictos de manera constructiva pueden desarrollar estrategias efectivas. Al contrario, la impericia para manejar conflictos se asocia al empleo de la fuerza física, la agresividad verbal, la venganza, el aumento del riesgo de abuso de sustancias tóxicas, conductas violentas y baja autoestima.
Los niños y jóvenes necesitan, en la familia y en la escuela, adultos emocionalmente disponibles que les dejen expresarse y, a partir de ahí, les ayuden a tomar conciencia de sus acciones, y que favorezcan en ellos un pensamiento flexible que les lleve a distinguir qué pretendían con ellas, si con esa conducta han conseguido su objetivo, cuáles han sido las consecuencias y de qué otras formas adecuadas podrían haberlo logrado.
Además, en la escuela se puede trabajar la educación emocional a través de medidas como los sistemas de ayuda entre iguales, que tienen como fin la creación de redes de apoyo —social y académico— entre alumnos de la misma edad; la acción tutorial, que potencia el compañerismo, promueve cauces participativos, fomenta la colaboración en proyectos inclusivos y una gestión democrática de normas de convivencia; y la mediación escolar, en la que alumnos y profesores reciben formación como mediadores para, de una manera imparcial y confidencial, ayudar a las partes en conflicto a que por sí mismas lleguen a un acuerdo. La mediación destaca especialmente por su potencial formativo para los agentes implicados. Entre otros aprendizajes conlleva la mejora de la comunicación con los demás, de la objetividad al analizar los conflictos, de la comprensión y la expresión emocional, el saber pedir ayuda, la aceptación y el respeto de las diferencias de las personas, la confiabilidad, así como la empatía y el sentido de la justicia.
Todo esto genera un ambiente más seguro, alegre, de apoyo y confianza con los iguales en el centro educativo. Además, se promueven valores cívicos propios de una ciudadanía responsable, que capacita social y emocionalmente a los alumnos, facilitando su compromiso democrático y preparándoles para ser ciudadanos activos en el futuro, pero también ahora.
Sara Ibarrola-García [PhD Psicopedagogía 11] es profesora de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra.