Ahora bien
Tenemos proyectos empresariales españoles de innovación y éxito. Uno de ellos es Smartick, una start-up que ofrece un método para que los niños aprendan y practiquen las matemáticas on-line. Ha recibido el reconocimiento de la Unión Europea, que ha seleccionado la aplicación para el Proyecto Horizonte 2020, y de una de las más prestigiosas universidades de Estados Unidos, esto es, del mundo: nada menos que del MIT (Massachussets Institute of Technology). Y no solo eso, sino algo mucho más importante: estoy probándola durante el periodo gratuito que regalan y a mis hijos les está encantando. Y a mí, a pesar de que el método está pensado para niños de cuatro a catorce años.
Claro que mis matemáticas estaban muy oxidadas, y repasarlas me está sentando como un baño de «Tres en uno» a un viejo candado. Ahora bien, lo que más me ha sorprendido es la astucia del método. Las matemáticas de mis años escolares no la practicaban.
No me refiero a que las matemáticas aparezcan atravesadas por la ideología contemporánea. Eso es antiguo. Si no, miren estas preguntas sacadas del libro de texto de L. Johnson, Aritmética elemental diseñada para principiantes, de 1864, utilizado en Carolina del Norte durante la Guerra de Secesión. Se gasta preguntas como «Un soldado confederado capturó a 8 yanquis al día durante 9 días seguidos. ¿A cuántos capturó en total?». O esta otra: «Si un soldado confederado es capaz de matar a 90 yanquis, ¿a cuántos yanquis podrán matar 10 soldados confederados?». O esta: «Si un soldado confederado vapulea a 7 yanquis, ¿cuántos soldados hacen falta para vapulear a 49 yanquis?». Si llegan a ganar la guerra, no sé hasta dónde habría llegado la enseñanza de las matemáticas en Carolina del Norte. El libro tiene otras perlas menos pegadas a su actualidad, como este sencillo problema: «Si tienes 8 dedos entre ambas manos y te cortas tres, ¿cuántos dedos te quedan?», que lleva implícito el mensaje motivador de que el alumno ya estuvo haciendo antes su tarea de matemáticas, y a conciencia. Smartick tampoco se resiste a esta tentación y te plantea alguna vez educativos problemas con botellas de cristal que hay que depositar, como es lógico, en sus correspondientes cubos de reciclaje. Deducimos que es un peaje que las matemáticas han de pagar a los diversos espíritus de cada tiempo y que permitirán, al menos, un futuro libro recreativo: Historia de lo políticamente correcto a través de los problemas de álgebra, o así.
La astucia que detecto y celebro en Smartick es otra. Nosotros la aprendíamos en los recreos y en los chascarrillos, lo que conllevaba cierta falta de seriedad y método. Aquí se trata de plantearnos problemas matemáticos —con toda la solemnidad de un sistema aplaudido internacionalmente— que o bien no tengan solución o que, al revés, la traigan puesta en el enunciado. De manera que uno tiene que estudiar matemáticas con el sentido común y el sentido del humor en perfecto estado de revista. La respuesta correcta puede ser: «No tengo datos para resolver este problema» o, simplemente, «No es un problema, porque la respuesta… ¡me la diste ya!».
Si se trata de prepararnos para resolver los problemas que se nos presenten, junto a las indispensables habilidades matemáticas necesitamos saber que para enfrentarnos a algunos de ellos irresolubles no contamos con más herramienta que la resignación, la preferida de Bioy Casares; y que otros problemas —muchos más—, si se enfocan bien, no son solubles porque vienen solucionados y nos levantan una sonrisa de la misma especie que el chiste sobre el color del que es el caballo blanco de Santiago.
Lo primero que nos plantea cualquier problema es a cuál de estos tres grupos pertenece: a los resolubles con aritmética o similares, a los que traen la solución de casa y basta con saberlos mirar perspicazmente, o a los que no la tienen o la tienen, mejor dicho, en otro orden; en el moral. «Entender bien los problemas es lo más importante», nos insistían los viejos profesores; y al fin he entendido cuánto.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.