Vagón-bar
Revuelto de Misterio
Andamos con los labios resecos, agrietados, en busca de un beso que alivie tanta aridez, que la calme con noticias, siquiera leves, sobre nosotros mismos, sobre el mundo, sobre Dios y para eso necesitamos de la poesía, que intenta abrir nuestra limitación al misterio, darle un cauce tentativo para saciar nuestra desesperada sed de comprender. Por eso, de algún modo, la gran poesía es siempre mística o la mística siempre se expresa poéticamente. No tenemos remedio, estamos abocados al misterio, somos incapaces de conformarnos con menos. Y quien se conforma se limita, renuncia como ser humano: vive para comer y come para vivir. Dimite de la libertad y se convierte en esclavo. Se vuelve inmoral.
Desde luego, existen perversiones de esa ansia por el misterio. Me puse a contar con los dedos las series sobre vampiros y, sin tener en cuenta las películas, me faltaron dedos. Con las de brujas, me ocurrió lo mismo. Y con las que, de un modo u otro, protagoniza el diablo. Más dedos hubiera necesitado también para sumar aquellas que se ocupan de fenómenos extraordinarios de cualquier naturaleza: mundos paralelos, zombis, utopías científicas más o menos interestelares, etcétera. Son los labios rotos intentando calmar la sed, queriendo ir más allá y acaso desentrañar el futuro en la falsa magia de los astrólogos y las astrólogas como nunca multiplicados, omnipresentes.
El otro día me paró una gitana andaluza en la calle Orense de Madrid. Fue casi un placaje. Me entregó una ramita de romero y una piedra pequeña y amarilla que, según dijo, casaba con el color de mi corbata. Le sonreí y le dije, porque era verdad, que iba con prisa. Pero ella quería avisarme de dos cosas: de que aquel día recibiría por teléfono una magnífica noticia y de que había un tipo que me tenía mucha envidia y debía cuidarme de él. Quise zafarme con una moneda, pero me dijo que sin un billete la buena noticia no llegaría. Como mínimo un billete de cinco. Le dije que me quedaba sin buena noticia y, entonces, aceptó la moneda y me dejó ir. Tiré la ramita en la primera papelera, pero me costó algo desprenderme de la china amarilla, quizá porque me gustaba. Consideré quedármela, pero me asustó la idea de que, a lo peor, quería creer un poco en la capacidad de la gitana para enviarme una buena noticia. Somos así. Pero la tiré al fin con la ramita y no ha quedado prueba científica de la superchería: la gitana diría que incumplí y que, por eso, no recibí el notición anunciado.
La conciencia de nuestra grandeza nos hace crédulos. Sabemos con total convencimiento que somos mucho más de lo que parecemos, que tendríamos superpoderes —esa es otra— si consiguiéramos conectar con el Misterio, dominarlo. Mientras que la poesía intenta admirar el Misterio, servirlo y acariciarlo, por decirlo así, esas otras formas perversas no se rinden ante él, sino que pretenden controlarlo y ponerlo a su servicio, que trabaje en beneficio propio, como si el Misterio no tuviera otro remedio ni otra cosa que hacer. La superstición, en el fondo, consiste en una falta de humildad. Por eso abunda cada día más entre los más ilustrados, pudientes y poderosos. Conste que al escribir la frase anterior no pensaba en los ídolos —ojo a la palabra— del pop ni en los futbolistas y sus amuletos, sino en políticos y empresarios, escritoras y maestras, enfermeros y científicas.
Por supuesto, esto tiene un párrafo conclusivo sobre si podemos llamar a eso «sociedad secularizada», pero lo voy a dejar así, completamente abierto, para que cada quien revuelva en estas ideas como quiera, si es que quiere.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña