Historias mínimas
El Beti-Jai es un frontón exiliado. Lo digo porque está en Madrid y eso da nombre, pero también un poco de pena. Desde siempre, los frontones añoran el sirimiri y las apuestas, los gritos en euskera, los habanos y los bailes de romería después de la fiesta mayor de la villa.
En su día, el Beti-Jai —Marqués de Riscal 7, a un paso de La Castellana— brilló como el rey de los frontones. Su construcción costó cien mil duros y comenzó en 1893 dirigida por Joaquín Rucoba, el arquitecto del Ayuntamiento de Bilbao y del Arriaga. En el proyecto del Beti-Jai no se escatimó una peseta y se basó en un frontón donostiarra del mismo nombre. Al inaugurarse, la revista madrileña El Pelotari sentenció: «Hablamos de un edificio ecléctico y airoso, artístico y elegante».
Por entonces, la pelota vasca contaba con programación diaria en Madrid —ciudad que ya alcanzaba los ochocientos mil habitantes— y las apuestas eran jugosas de verdad. Así que el Beti-Jai (en español, «Siempre fiesta») se unió a otros de la capital, donde entonces había dieciocho frontones.
Con la apasionante excepción del toreo, a principios del siglo XX escaseaban las diversiones populares. De modo que la pelota se extendió con rapidez: hasta doscientos mil espectadores asistían a los partidos. Ahí brilló el Beti-Jai, en gran medida por su céntrica ubicación y su enorme aforo de cuatro mil personas. La inauguración, en la primavera de 1894, supuso un acontecimiento espectacular. Acudieron políticos, escritores, toreros, artistas y mucha, mucha gente del pueblo. Dicen, incluso, que el futuro rey Alfonso XIII asistió de incógnito.
En el Beti-Jai solo jugaban profesionales (el Manco de Villabona, Grande de Rentería…), que gastaban camisas blancas con las iniciales del jugador. Así, aun quitándose la txapela y el cinturón, se les podía reconocer.
El negocio funcionó desde el primer momento gracias al instinto empresarial de su gerente, Indalecio Sarasqueta, alias Chiquito de Éibar, que también había sido pelotari, incluso en Argentina. Según la prensa de la época, «el jugador más maravilloso, más artista y más popular […] el que regeneró el juego vascongado». Esta experiencia la aplicó en la explotación del Beti-Jai, que siguió abierto hasta los años veinte, cuando el general Primo de Rivera suprimió las apuestas, verdadero corazón de la pelota.
Durante la Guerra Civil, el frontón encajó muchos golpes, pero no de la piel contra la piedra, sino de puños contra huesos al convertirse en cárcel republicana. Con el franquismo, sirvió de lugar de ensayo de bandas musicales de la Falange, y en los cincuenta se vendió a Citroën. Ya en la transición, el Beti-Jai acogió veladas de boxeo, conciertos de rock y hasta concursos caninos. Después llegaron el silencio y la ruina. La penúltima desgracia se llamó corrupción urbanística cuando se quiso especular con los terrenos para construir un (otro) hotel de lujo, ambición que cayó en saco roto.
Pese a disfrutar de la declaración de bien de interés cultural, el Beti-Jai agonizó tres décadas, hasta que en 2015 la plataforma Salvemos el Beti-Jai y la asociación Hispania Nostra consiguieron que el Ayuntamiento de Madrid lo expropiara. La operación costó treinta millones de euros más otros cinco de reconstrucción, pero se salvó de la ruina.
Este frontón único se reinauguró el pasado agosto con uso cultural y quizá se abra una escuela de pelota para resembrar en Madrid la afición por este magnífico deporte, que cuenta con federaciones en Argentina, Cuba, Estados Unidos o Filipinas, por citar algunas. Incluso ha sido deporte de exhibición en varias Olimpiadas; la última, Barcelona 92.
Desde hace tres cuartos de siglo no se celebra un partido de pelota vasca en Madrid y va siendo hora de solucionarlo. El Beti-Jai lo espera. Muchos de nosotros también.
Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia en la Universidad de Alcalá.