Vagón-bar
Sin comisiones
Esta semana he vivido de cerca una historia que ni siquiera sirve para ser contada: produce vergüenza, rabia y resulta, además, humillante para todos. El principal afectado es un empresario puntero con el que he hablado mucho estos días. Decían los sabios griegos que una de las tres cosas más difíciles de la vida es soportar la injusticia. Duele tanto que se necesita hablar para asimilarla. En esos momentos se dicen cosas muy duras, como es lógico. Mi amigo se preguntaba: “Después de esto, ¿crees que puedo seguir yendo por ahí a repetir que la ética es rentable?”. Le dije que la ética le había sido rentable hasta aquí, que le va bien y que le seguirá yendo bien, que...
Pero después de colgar, me quedé pensando. Que alguien pueda formularse esta pregunta significa que la corrupción es mucho más brutal de lo que imaginamos: no se acaba en este partido o en aquel, ni en determinado tipo de empresarios, sino que está enraizada en la propia sociedad. Resultarán insuficientes, por tanto, las medidas puramente políticas. Se precisa abordarlo como una crisis cultural.
Desde luego, la respuesta a su pregunta sobre la rentabilidad de la ética es clara: puede no ser rentable para una persona concreta en un momento determinado, pero lo es siempre para la sociedad. Y no me refiero ahora a consideraciones más o menos genéricas sobre la virtud, sino a datos económicos. Cuando en una comarca se instala el narcotráfico, por decir algo corriente, parece que la zona adquiere una pujanza que no conseguiría de otro modo. Pero al muy poco tiempo, las nuevas empresas surgidas de ese dinero sucio, y que actúan como lavadoras de dinero negro, acaban con la industria local –la hostelera, por ejemplo–, porque tiran los precios y las gentes honradas son incapaces de competir. El resultado es una economía falsa, organizada en torno a unos ingresos delictivos, que también terminará por desaparecer y dejará la zona en la ruina. Todo ello sin considerar que la comarca acaba sometida a la tiranía de sus peores elementos, con las consecuencias sociales que todos conocemos.
Lo mismo ocurre con la contratación de obra pública o servicios mediante la entrega oculta de comisiones: los ciudadanos acaban pagando más y, ordinariamente, por productos o servicios de peor calidad. Primero, porque esa corrupción originaria genera siempre otras en la cadena de subcontratas. Y luego, porque los suministradores tienden a resarcirse de esos pagos bochornosos a costa de los materiales, las medidas de seguridad, etcétera. De este modo, se inicia una espiral acelerada hacia el pozo más oscuro: el de la desconfianza general y la pobreza. Ya no se trata de trabajar bien, de acertar, sino de llegar antes y con mayor habilidad a quienes toman las decisiones.
Volví a llamar a mi amigo y le dije que tenía que pensarlo un poco más, pero que quizá podría añadir una certificación a las muchas que ya garantizan sus productos: la de que están libres de corrupción. Una etiqueta, una marca que diga a los ciudadanos que esos productos han sido negociados y facturados sin que el fabricante le haya entregado comisión alguna a nadie. Hacerlo así, podría facilitar la transparencia entre votantes, administraciones e industria. Le dije que se podría organizar un movimiento con empresarios de todo el país que trabajan con administraciones públicas y están hartos de someterse a las vejaciones de políticos y funcionarios. No es una idea fácil de articular, porque se trata de advertir a los ciudadanos que determinadas empresas –no importa que sean pocas al principio– jamás se someten a procedimientos corruptos. Esto daría tranquilidad a las gentes, pero también a muchos políticos y funcionarios que no tienen manera de demostrar su comportamiento limpio y quedan, como todos, a merced de las sospechas.
Es difícil, ya digo, y sabemos que no basta con esto. Puede que quede en nada, en una iniciativa meramente testimonial. Pero me parece que ya sabemos cómo encender la mecha. Ojalá muchos se atrevan.