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Suspenso en Política
En el imaginario colectivo el político se asocia con frecuencia a la corrupción. Otras veces resulta escandalosa la ambición de los políticos, que parecen anteponer el futuro personal o la estrategia del partido al bien los ciudadanos. También da motivos para rasgarnos las vestiduras la amnesia de los partidos en el poder, que incumplen con pasmosa facilidad las promesas de las campañas electorales. La llamativa, e incomprensible para los ciudadanos, dificultad para lograr un Gobierno en España durante casi un año ha sido, quizá, la gota que ha colmado el vaso de la paciencia, y que ha afianzado el suspenso generalizado a la clase política.
El hastío ciudadano está más que justificado. Sin embargo, no hay que desechar la posibilidad de que, al margen de que merezcan nuestra reprobación, los ciudadanos nos merecemos un suspenso ex aequo. Uno alberga la sospecha de que, por bien que nuestros representantes hagan su trabajo, nosotros seguiremos suspendiéndoles; siempre nos parecerá mal lo que hacen, lo cual no habla muy a nuestro favor.
Nos merecemos el suspenso, entre otras cosas, porque no advertimos que, si les pedimos que se entiendan, es porque nosotros somos incapaces de ponernos de acuerdo. Bien mirado, la política no es otra cosa que el intento por parte de algunas personas de desatascar los problemas y los enfrentamientos que los demás no alcanzamos a solucionar por nuestra cuenta.
Es posible que exista algo que nos incapacite para entender lo que sucede en este ámbito. Quien más quien menos tiende a proyectar una imagen ideal del mundo, y piensa que la política debería ser el camino para hacerla realidad. Ciertamente, esa actividad tiene que ver con el sueño de un mundo mejor, pero no hay nada más peligroso que tomárselo demasiado en serio. Las grandes utopías del siglo XX —comunismo, nazismo y fascismo— y, de otra manera, el actual fundamentalismo yihadista demuestran lo terrible que puede ser el anhelo de una sociedad perfecta, la cantidad de violencia que se despliega en el empeño por alcanzar la arcadia feliz.
Para juzgar bien la política es preciso tener claro algo que puede sonar cínico, pero que no lo es: el mundo no tiene arreglo. El mundo no tiene arreglo, pero admite arreglos. Y es aquí donde se mueve la política real, no la de salón. La política a la que se aplican los dirigentes cuando hacen las cosas bien consiste fundamentalmente en poner parches. Intenta, por ejemplo, hacer algo con los refugiados que huyen de Siria y de otros países en guerra; o disminuir la lista de espera de la Seguridad Social, o que la gente disponga de unos ingresos mínimos para vivir… cosas que distan mucho de una situación idílica, pero que mejoran la vida de las personas.
El político profesional es aquel que asume que no es posible arreglarlo todo, pero considera inexcusable hacer algo para cambiar las cosas. Los buenos políticos son los que, a pesar de descubrir que el mundo no tiene remedio, no renuncian a mejorarlo un poco; y se dejan la piel en intentarlo. Aquellos a quienes muchas veces consideramos personas sin escrúpulos o sin principios, resulta que son los únicos que se molestan en hacer todo lo posible para que las cosas mejoren.
Que los políticos no lo consigan completamente y que hagan manifiesto el desacuerdo latente en la sociedad nos escandaliza a los ciudadanos, pero quienes no nos merecemos el aprobado somos nosotros cuando suspendemos a los políticos por no asegurarnos un mundo feliz.
Francisco Santamaría [Fil 79] es profesor de Secundaria y columnista del diario El Comercio.