Ahora bien
Juan Ramón Jiménez soñó que todos cobrásemos el mismo sueldo por nuestro trabajo, fuese el que fuese. Siendo poeta y no registrador de la propiedad, parece una propuesta interesada, pero la razón era loable. Sin el dopaje de la diferencia salarial, cualquiera podría trabajar en lo que de verdad fuese su vocación, sin condicionantes económicos.
No ignoro el utopismo de la idea. No sería talmente como el salario mínimo vital, que tumbaría a media población a la bartola, pero haría que muchos se dedicasen a la jardinería y muy pocos, no sé, a la inspección de Hacienda, por poner dos casos extremos. Yo, desde luego, me profesionalizaría como haijin, esto es, como escritor de haikus.
Practicidad aparte, la idea de JRJ tiene un inmenso valor como guía moral. Nos la podemos aplicar. Las utopías para quien se las trabaja. Con que un empleo nos sirva para satisfacer unas necesidades económicas familiares básicas, ya podríamos seguir nuestra vocación. No se trata de irse a una buhardilla a pasar hambre, pero, con cobrar un sueldo digno, hay suficiente margen de libertad para cumplir la vocación y además hay oficios remunerados más o menos afines a la nuestra. Cuando alguien se extraña o escandaliza de mi empeño en cobrar por publicar mis cosas, le recuerdo a Fernando Savater, que decía que, si uno no cobra por hacer lo que le gusta, tendrá que terminar trabajando en lo que no le gusta.
Sin aspirar a ser el más potentado del barrio, podemos ocuparnos en lo que nuestra vocación nos indique o suficientemente cerca de ella o dejándonos, como mínimo, un tiempo libre para cultivarla, mecenas de nosotros mismos. Lo cual es impagable.
Mi hijo llegó del colegio con nueve años diciendo que estaba decidido a ser filósofo. Los pequeños habían tenido una visita del profesor de Filosofía de bachillerato, don José María Gallardo, que estaba muy enfermo, pero no paraba. Les había contado el mito de la caverna y el apasionante desafío de salir a la luz de la verdad. Mi hijo se confesaba deslumbrado. Sentí algo parecido a los celos por la capacidad del profesor de entusiasmar a su alumnado, tan diferente a la mía, ay; pero me repuse. Y asumí que, como es lógico, la filosofía es lo más atractivo. Escribí a Gallardo, que era amigo mío, para felicitarle por la pasión que había sabido insuflar. Me contestó con una evasiva humildad, que me chocó un poco. Mi hijo tampoco volvió a hablarme nunca más de su imperiosa vocación filosófica.
Un año después, al salir del masivo y emocionado funeral de aquel profesor inolvidable, me enteré de que hacía un experimento con sus alumnos (que era, como confirmé al llegar a casa, el que había practicado con mi hijo y conmigo). Les pedía que contaran a sus padres que la primera clase de Filosofía les había gustado tanto que iban a estudiar esa carrera sin lugar a duda. Su objetivo, provocar el espanto parental y así hacer ver a los niños que muchas veces nos movemos por utilitarismo, y que no tenemos en cuenta ni nuestra vocación ni la libertad de elección de los demás. A un alumno se le ocurrió grabar la conversación con su padre mientras este le gritaba que era gilipollas, que se iba a morir de hambre, etcétera. Gallardo lo consideró un éxito descomunal de su experimento. Lo que yo entendí timidez por mi felicitación era quizá fastidio por el fracaso de su parábola.
Aún más que los dineros condiciona la vanidad. Hay quienes no siguen su vocación porque ese trabajo u oficio no tiene la consideración social suficiente de cualquier otro. Ahí es más fácil aplicar analógicamente el consejo de JRJ: rendir a cada trabajador el mismo honor si es bueno en lo suyo, sea alfarero o ingeniero aeronáutico. Todo necio confunde valor y aprecio en esta sociedad de likes y prestigios mediáticos, pero eso puede desactivarse con elegancia, apreciando el mérito incomparable de la obra bien hecha. Podemos contribuir de forma decisiva al mejor discernimiento vocacional de nuestros hijos, sobrinos y vecinitos si dejamos de valorar como bobos el prestigio social o la nómina rutilante. Siendo más hondamente admirativos de todos.
LA PREGUNTA DEL AUTOR ¿Transmitimos a nuestros hijos y estudiantes que no hay criterio más importante para escoger su futuro que el amor a lo que harán? |
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.