Historias mínimas
«¿Quieres que te prepare un café?». Ella me mira y sonríe, pero no me ve. Piensa en otra cosa. «No, gracias. Estoy bien». ¿Y otra vida? ¿Quieres otra vida? No me contesta, pero no me dirigía a ella. Pensaba en voz alta. Le había dado la espalda y caminaba hacia la cocina, donde el sol estalla con tanta fuerza que tengo que cerrar los ojos.
Estoy leyendo un libro inesperado, Los orígenes. Llegó como un rayo. Había cola, pero le dio igual. Lo ha escrito un yugoslavo algo más joven que yo. Vive en Hamburgo y tiene un hijo de tres años. Se llama Sasa, que es un nombre que me gusta. El niño no lo sé. El libro no lo dice. Por lo menos hasta ahora. En realidad, Sasa no es yugoslavo, aunque lo fue al nacer. Hoy nadie es yugoslavo porque ese país no existe. Antes podía señalarlo en un mapa. Uno de aquellos mapas mudos que nos daba doña Lola. «Poned el nombre a las provincias», ejercicio imposible de terminar. Había demasiadas. ¿Por qué tantas? Con las regiones bastaba. «¿Por qué hay tantas provincias, doña Lola?». Ella se enfadaba si la interrumpían, pero hacía teatro. Lo sé. Sus gafas colgaban de una cadenilla dorada. No tuvo hijos, pero sí nietos. «Vosotros sois mis nietos». Eso no evitaba que te diera una torta. O dos. «Me duele a mí más que a ti». Vaya. El dolor.
El sol me ciega. Dejo la taza en el fregadero y miro por la ventana. Tejados, nieve, chimeneas… Nieve. Cielo raso y azul. El mío era húmedo y gris. De niño no quería irme al Cielo. «Seguro que allí también llueve». Odiaba las katiuskas. El calcetín se bajaba y me costaba descalzarme. Me preparo otro café. Cuando murió mi abuelo cambié de idea. «Se ha ido al Cielo». Creo que el novelista es bosnio. Stanisic. Lo escribo sin sus acentos. El teclado no los tiene. Seguro que sí, pero encontrarlos me llevaría tiempo. Prefiero escribir. Necesito escribir porque… no quiero explicar mis motivos. De ahí los puntos suspensivos. Detrás de ellos se esconden muchas cosas, pero las ignoro porque se esconden. Todo el mundo lo sabe, aunque no sepa que lo sabe. Son un burladero de primera. Puntos suspensivos. Etcétera.
Suena el timbre. Me molesta. Me molestan los timbres. Todos los timbres. Siempre. Deberían prohibirlos. No, eso es poco: abolirlos. Exterminarlos. Un mundo sin timbres. Las campanas, sin embargo, son maravillosas. Hablan cuando tañen. Las campanas son dulces. En la puerta del Paraíso habrá campanas y abedules. «¿Quieres otra vida?». «No, gracias. Estoy bien».
Gritos. Más gritos. ¿Juegan o estudian? No lo sé. Así es imposible trabajar: timbres, niños y preguntas. «¿Qué vamos a comer hoy?». Levanto la cabeza y miro los libros que me rodean. ¿Qué vamos a comer hoy?, les digo. Silencio. Ellos también me miran. El café se ha quedado frío. ¿Por qué se enfría tan rápido? Esto es un fallo. El sol, sin embargo, calienta, y eso que estamos en invierno. «¿Puedes gritar un poco más bajo?». «Perdón, papá». «¿Por qué no lees?». Ojos indecisos y una excusa inesperada: «Porque me pongo triste». «¿Triste?». «Los libros siempre se acaban». Buen regate, pero no cuela. «A leer». «¿Quieres que me ponga triste?». Y dale. «No». «¿Qué?». «A leer».
Hace unos días que no me acuerdo de Dios y eso me produce cierta angustia. ¿Será un juez compasivo? Quizá su misericordia sea la verdadera justicia, pero eso me parece injusto. Principio de incertidumbre. Dios tiene que existir, es su obligación. Yo cumplo con las mías. Lo intento. Puedo y no puedo. María lo sabe. Ella me colará. ¿Dónde estará enterrada doña Lola?
Entra demasiado sol y me acuerdo del señor Mersault. Su indiferencia. El calor y la mar. Extraño en su propio mundo. El mar y la muerte. Mersault. Tengo que comprar una pala o no podré mover el coche. Nieve. Luz. Empiezo a cansarme de escribir. Me levanto. Arrastro los pies. Mis zapatillas son viejas. Camino dos metros. Me siento. ¿Soy joven todavía? Lo soy. ¿Lo soy? Todavía. Adverbio de tiempo. Esto declina. «Esto». Mi vida. Yo.
Tendría que estar trabajando y aquí me tengo, haciendo con intensidad algo que no debo. Termina la mañana. La luz ha cambiado. Nubes. Lluvia. Vuelvo a los ocho años. «Virgen Inmaculada, / luciente aurora, / Reina y Señora, / de este colegio sois...». Apuro el café, pero no queda nada. Arrecia.
«¿Quieres otra vida o te basta con esta?».
Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia en la Universidad de Alcalá.
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