El invitado
Recuerdo una conversación con mi padre cuando yo tendría 15 años. Sé que fue a esa edad porque tengo grabado que aquel día yo volvía del colegio fuera de España y mi padre me estaba esperando –algo poco habitual–. Hablé de la ilusión de volver a casa y mi padre hizo referencia a lo que él echaba en falta la vuelta a “su” casa. Me quedé desconcertado. ¿No estábamos juntos y sentados en “su” casa? Entonces me dio una explicación cuyo sentido no comprendí. Cuando él hablaba de “mi casa” se refería siempre a la casa de sus padres. Su domicilio familiar era también suyo. ¿Cómo no iba a serlo? Pero la casa de sus padres era, por antonomasia, “su casa”.
Algo más de tres décadas después, aquella conversación ha vuelto a mi recuerdo el pasado otoño. Volví a Santander, la ciudad en la que nací y en la que viví de forma ininterrumpida hasta los 14 años. Era una visita de trabajo, de apenas 18 horas. Debía dictar una conferencia sobre las inminentes elecciones en Estados Unidos. Tenía poco más de dos horas libres antes de caer en manos de los organizadores de la conferencia y quise aprovechar para pasear. Yo sigo siendo un fiel veraneante santanderino. Creo que sólo hubo un verano de mi vida que no pasé allí. Fue por razones de trabajo. Pero el recuerdo de mi ciudad de la infancia en verano es muy distinto al de mi ciudad en invierno. No sólo por razones climatológicas –que también– sino por motivos de paisaje urbano. La ciudad no padece la aglomeración y el trasiego del verano. De repente me encontré en un lugar casi olvidado. No estaba en la capital en la que yo llevaba veraneando toda mi vida. Estaba en la ciudad en la que fui niño. Caminando ante la casa de mi infancia, que sigue siendo la casa de mi madre y de mis vacaciones, recordé la invocación de mi padre al concepto paterno-filial de “mi casa”. Y comprendí mucho mejor el sentido del hogar que mi padre reivindicaba. Yo he tenido dos hogares en mi vida. Tengo hoy una casa por la que siento un enorme apego que en ocasiones puede llegar a ser un problema. Pero cuando pienso en “mi casa” sigue viniendo a mi mente la casa de mi infancia, la de los partidos de fútbol en el jardín con mis hermanos, la de la humedad penetrante, la del viento sur llenando la hierba de arena de la playa y el salitre nublando los ventanales. Mi madre estaba de viaje allende los océanos, la casa estaba cerrada y eso me movió a seguir paseando y pensando. Yo guardo también el sentimiento de pertenencia a la casa paterna que mi padre, pero ampliado a la ciudad en la que hinco mis raíces. La playa por la que paseaba en invierno, la bahía en la que navegaba, la cuesta por la que subíamos en coche cada día para ir al colegio en la otra punta de la ciudad, la capilla de Las Esclavas a la que acudíamos a Misa... Todo ello está vinculado a la memoria del hogar paterno. Volver a tu casa, a “esa” casa de tu infancia, a la ciudad que vinculas a tus recuerdos más remotos, ayuda a tomar perspectiva frente a tu vida. A repensar los muchos errores que has cometido. A preguntarte por qué hubo lecciones de vida que recibiste en el momento adecuado y no las aplicaste con la misma eficacia que otras a las que sí sacaste provecho. Te das cuenta de que es muy fácil sucumbir a la vanidad. Dar gran importancia a los éxitos profesionales, a recorrer docenas de países, a conocer a jefes de Estado y de Gobierno. Dejarte llevar...
Llega la hora de la conferencia y me encuentro un nutrido auditorio cuyo número me halaga. Mientras desarrollo mi exposición diviso al fondo de la sala a un matrimonio conocido de mis padres que, con las luces que da la edad, hoy me parecen más jóvenes que hace 30 años. Al final se acercan cariñosos a recordar. Ella, Ángela, me cuenta cómo me llevó a urgencias un día –tendría 11 años– que me hice una brecha en la cabeza. Él, Jaime, me describe como un adolescente sabihondo, discutiendo los dos en la playa sobre periódicos. “Prometías mucho” me dice. “Y has cumplido”. Y me hace pensar que las apariencias engañan.
La “vuelta a casa” es una forma de hacer examen de conciencia.