De Tejas Arriba
Pálidamente podría defenderse el sentido de una guerra con el argumento de que los conflictos bélicos hacen avanzar la tecnología y extienden beneficios materiales, con inventos que llegan a todos. Ejemplos nunca faltan. Aunque la había ideado en las postrimerías del xix, cuando King Camp Gillette vendió de verdad millones de maquinillas de afeitar y muchísimas más cuchillas desechables fue durante la Primera Guerra Mundial. Los oficiales de artillería usaron los incipientes relojes de pulsera porque necesitaban tener libres las manos para calcular las coordenadas de los disparos de los cañones. Pero la conclusión implacable —progrese el Universo cuanto progrese— dicta que la guerra es el sufrimiento humano más extraordinario.
Las guerras clamorosas han traído, ciertamente, avances a la Humanidad. Y a las universidades. El teniente Tobias Wolff —luego magistral cuentista— reanudó en el Oxford británico de los setenta sus maltrechos estudios tras sobrevivir en Vietnam. Su caso no se parecía al de otros veteranos, ni al de esos jóvenes y excepcionales deportistas que no llegaban al aprobado en casi ninguna asignatura de la facultad, ni coincidía con lo que arrastraban los alumnos procedentes de minorías étnicas o de bajos ingresos. Chocaban con las lecturas y, sobre todo, con dificultades casi infranqueables para redactar trabajos académicos de unos pocos folios. Varias universidades estadounidenses —luego las de Canadá— constituyeron los llamados «writing centers»: los centros de escritura, focos, núcleos de redacción para ayudar a quienes presentaran deficiencias para alinear ideas, trazar resúmenes y recensiones, y plasmar sin demasiados titubeos sus reflexiones. Bastante más humildes que las tertulias y las encopetadas sociedades literarias que antaño encabezaban alumnos y no profesores, menos rutilantes que los encuentros y debates que al margen de las aulas trataban sobre libros, los «writing centers» no representaban un añadido a los planes de formación académica, sino una ayuda, un remedio a las necesidades. La universidad actual exige a sus alumnos escribir más. Aunque no siempre el alumnado recibe indicaciones precisas —ni siquiera a todos les devuelven corregidos sus trabajos— para entregar en condiciones sus monografías.
Hoy sabemos que la escritura sirve para más que exteriorizar lo que alguien piensa o exponer argumentaciones o transmitir conocimiento: escribir favorece el acrecentar —y revisar, tamizar, incluso transformar— el propio saber. La quintaesencia de ese espíritu la resumió un universitario cabal, John H. Newman: «Hasta que uno no pone por escrito lo que piensa sobre un tema, no puede distinguir lo que sabe de lo que no sabe».
En los campus y colleges de Norteamérica, los estudiantes suelen disponer de un lugar propio en que encuentran asesoramiento y apoyo en sus necesidades de redacción. Con diferentes denominaciones y desigual dotación, distintas metodologías y financiación discordante, los «writing centers» coinciden en su creciente presencia y en la consideración que despiertan.
Además de discretas consultas por mail y del acopio de preguntas frecuentes y dudas habituales, los métodos de los centros de escritura discurren por tres amplios cauces, de eficacia heterogénea. Inicialmente, tutores que guían y corrigen —se necesitan con humilde amabilidad, comprensivos y pacientes—. En segundo lugar, acompañantes que asesoran —alumnos de cursos superiores e incluso doctorandos—. Y, en tercer lugar, ofreciendo asignaturas entre insulsas y normativas que acaban dando profesores convencionales que publican sus mamotretos de pautas y pejigueras.
En los tiempos presentes y en los venideros la escritura académica no se constriñe a un proceso desarrollado por un individuo único. Parece más bien un esfuerzo colectivo que estudiantes, instructores y consultores de redacción armonizan.
El centro académico que haga germinar un Centro de Escritura —no me refiero aquí a la Escritura creativa— y lo aclimate a la personalidad y los rasgos propios de la universidad española y la iberoamericana ofrecerá a sus estudiantes un servicio aventajado. Y el objetivo esencial, y humano, y más alto que humano, con un doble fondo, como los armarios de los magos discretos, ya se sabe que es constantemente la sabiduría: «No siempre basta mejorar los textos: conviene mejorar a sus autores».
Joseluís González [Filg 82]es profesor y crítico literario.