Fred Rogers fue un famoso presentador norteamericano que tuvo un programa en la televisión desde 1968 hasta el año 2001. El objetivo de Rogers era muy claro. Su fe cristiana le impulsó desde joven a buscar caminos de evangelización y descubrió que la televisión era un medio estupendo para recordar a los niños lo valiosos que eran y lo importante que es en la vida cultivar el amor, la amistad y el agradecimiento.
En 1998 la revista Esquire dedicó al presentador un perfil. El periodista que lo escribió era famoso por su cinismo, pero Rogers consiguió conquistarlo. Se hicieron íntimos amigos. Y esa amistad ha saltado a la pantalla grande en forma de película.
En estos tiempos de posverdad y escepticismo, Mi amigo extraordinario es un título muy estimulante, de esos que hacen que el espectador medio se reconcilie con el cine. Porque el séptimo arte, como todos los anteriores, no puede —o mejor, no debe— renunciar a la catarsis. A esa capacidad que tiene el arte de hacernos mejores.
Estamos ante una película muy clásica en su hechura audiovisual, una película que busca ser fiel a los hechos y contarlos al espectador de una manera lineal, sin vocación de estilo, pero sin renunciar a un lenguaje audiovisual eficaz. En ese sentido, la puesta en escena, que recrea los escenarios del famoso programa, y el tono, que reproduce el que utilizaba el presentador para hablar a los niños, son elementos claves para entender al personaje y la huella que dejó en millares de hogares americanos.
La cinta cuenta con la interpretación sobresaliente de Tom Hanks, nominado a un Óscar por dar vida a un personaje que, según confiesa, es de los que más le ha marcado en su larga vida profesional.