Guion y dirección: Terrence Malick. EE. UU., 2019.
Terrence Malick habita un universo cinematográfico paralelo al del resto de cineastas. Por eso, cada uno de sus estrenos se convierte en un acontecimiento. El carácter de ese acontecimiento depende de la predisposición de cada cual hacia el «universo Malick». Sin ser ni de lejos tan rendida admiradora suya como alguno de mis maestros, reconozco que su filmografía siempre me interpela aunque no siempre consiga convencerme. En Vida oculta consigue ambas cosas.
Me interpela porque pone ante mis ojos una vida hasta ahora desconocida, la del beato Franz Jägerstätter, un granjero austriaco, que será ejecutado cuando —por sus convicciones cristianas— se niegue a prestar lealtad a Hitler. A través de las cartas que desde la cárcel Franz envió a su mujer, Malick cuenta una historia de heroísmo, de coherencia, de resistencia a la mentira. Y, sobre todo, una apasionada historia de amor.
Y me convence porque pienso que el martirio de Jägerstätter no podría encontrar mejor paisaje que el que dibuja el cineasta. Fiel a su estética, a su tono y a su tempo, Malick va desgranando la trama —una única trama, para tranquilizar a los que se desasosegaron con El árbol de la vida— con calma, sin prisas, con mimo. Dejando que el espectador respire, comprenda, piense y, esencialmente, contemple.
No creo que haya hoy un cineasta más dotado para crear belleza que Malick. Su cine es rabiosa e hipnóticamente bello. Y por eso logra persuadirme aquí Malick, porque no se entiende una santidad sin belleza. O, al menos, no debería entenderse. Sería una santidad mutilada. El gran problema del cine —y mucho más del cine religioso— es, muchas veces, esa incapacidad de mostrar la indisoluble unidad entre el bien, la verdad y la belleza.
Y por eso me convence Vida oculta, porque probablemente es el mejor biopic de un santo que se ha hecho en mucho, muchísimo tiempo.