Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El año en el que a Spielberg le robaron el Óscar

Texto: Ana Sánchez de la Nieta

La ultima edición de los Óscar no pasará a la historia. O quizás sí. Pero si lo hace, pasará por ser el año en el que Steven Spielberg perdió una estatuilla que llevaba su nombre. La ladrona fue una película sobre el metaverso —con más espectáculo que cine—, que venció al territorio más clásico en el que puede enraizar un relato: la infancia.


En cierto modo, la última edición de los Óscar ha sido una especie de competición entre la innovación y la tradición, entre la industria «de siempre» y las nuevas productoras, entre veteranos y novatos. Una batalla que no deja de ser cíclica pero que este año tenía un sabor especial porque a un lado del ring estaba nada más y nada menos que Steven Spielberg con Los Fabelman, que es una carta de amor al cine desde la memoria de su infancia. Como ya hizo Kenneth Branagh en Belfast o Paul Thomas Anderson en Licorice Pizza el año pasado, y muchos otros cineastas antes, Spielberg aprovecha sus recuerdos de niño para hablar de esa íntima ligazón entre la pantalla y la vida. Los Fabelman es cine del de siempre, narrativa clásica, de la que enlaza con el Aristóteles de planteamiento, nudo y desenlace. Un guion pulido, unos personajes bien dibujados, cada uno con su arco de transformación cincelado. Y una fotografía bellísima y una emotiva banda sonora y unas referencias cinematográficas que se perciben mil veces filtradas antes de llegar a la pantalla. Los Fabelman puede conmover más o menos y, seguramente, no es la mejor película de Spielberg, pero tiene la fuerza del legado, de la herencia, de la revisión de una filmografía por parte de un director que lo ha hecho casi todo y que cuenta solo con un Óscar a la mejor película, por La lista de Schindler. Con otras palabras: tampoco pasaba nada —al contrario— por que le dieran un segundo por una cinta en la que, además de reflejar el inicio de su carrera, homenajeaba al cine clásico con el que él aprendió a mirar la vida.

Sobre el papel, además, Los Fabelman era la candidata perfecta en una edición que hubiera sido tachada de excesivamente comercial si el Óscar hubiera ido a parar a Avatar o Top Gun: Maverick o de excesivamente oscura o críptica si hubiera premiado a Tar, La ballena, Ellas dicen o Almas en pena en Inisherin. Al final quedaban tres películas: dos de corte clásico y una marcianada. Entre la bélica Sin novedad en el frente, que además estaba nominada también a mejor película extranjera —que fue lo que ganó—, y Los Fabelman había pocas dudas de quién sería la favorita. La cuestión es que el dedo de la Academia de Hollywood no se fijó en las clásicas sino en la extravagante.

Desde que se estrenó en el festival de South by Southwest en Texas, el hype de Todo a la vez en todas partes no había dejado de crecer. La historia de una inmigrante china con problemas para hacer la declaración de la renta y que acaba descubriendo una brecha en el multiverso para acceder a sus vidas pasadas encandiló a la crítica y a una gran parte de un público cada vez más reacio a pasar por taquilla si no le ofreces algo diferente. Además, detrás de esta historia tan contemporánea como inverosímil no estaba una major, sino una pequeña productora independiente, de esas que pensamos que existen para distribuir películas de dos personajes con problemas existenciales y preferentemente músicos, que así no gastas en bandas sonoras. Todo a la vez en todas partes, sin embargo, no tenía problema en presentar batallas o, mejor dicho, batallitas multiespaciales, y un sinfín de efectos especiales, muchos de ellos ridículos, pero efectos especiales, al fin y al cabo.

Reconozco que mi interés por la película duró media hora; lo que tarda la protagonista en entrar en el multiverso. Y eso que valoro la propuesta. Hay pasajes ingeniosos e incluso, a ratos, miré con interés y benevolencia su pretendida reflexión sobre la maternidad. Pero no conseguí entrar en una historia de idas y venidas aleatorias. Lo intenté, pero me agotó. Demasiada pirotecnia y muy poquito cine. Por eso, reconozco que me han sorprendido los sucesivos premios a la película, en especial el Óscar. Podría decir que es un tema generacional si no fuera porque la mayoría de los académicos de Hollywood me sacan muchos años. 

Así que más que una cuestión generacional puede ser un prejuicio generacional. A la Academia de Hollywood se la suele tachar —con razón— de conservadora e inmovilista; de no arriesgar, de premiar siempre lo convencional, el drama sobre la comedia, los grandes estudios sobre las plataformas, los argumentos tradicionales sobre las tramas originales. De vez en cuando, para desafiar esas mismas normas no escritas, innova y rompe y arriesga. Y hay que elogiar el intento rupturista. Pero a veces le sale, como cuando premió Parásitos, en 2019, que además de ser arriesgada y diferente es una magnífica película. Y a veces no, como cuando premió la inane Moonlight, en el año 2016. Y el problema, entonces, no es tanto lo que premian sino lo que dejan de premiar. En el 2016 dejó a La La Land sin su merecida estatuilla y esta vez le ha quitado el Óscar de las manos a Steven Spielberg.

 


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