Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Un poco más abajo del silencio

Texto: Joseluís González [Filg 82], profesor y escritor @dosvecescuento/ Ilustración: Diego Fermín

El silencio se abre a varios caminos. O quiere desembocar en la densa nada o en cambio hacer retumbar por dentro las exigencias del propio yo y la relación con la Divinidad y los demás.



No siempre están bien puestos los nombres. En ese islote fluvial compartido por España y Francia, donde la desembocadura del Bidasoa, que hoy se llama la Isla de los Faisanes, nunca hubo faisanes. Por lo visto se debe a una deformación fonética: de Isla de los Paussans, sitio de paso entre Hispania y Aquitania, los franceses fueron cambiándola en Faussans y luego en Faisans

Tampoco resulta tan apropiada la denominación cine mudo. Los historiadores reviven testimonios de lo ruidosas que eran las salas de proyección primitivas. El acarreo de la rueda de los rollos de 35 mm, el vocerío entusiasta del público, la música viva que se amoldaba a lo que contaban aquellos intensos minutos de pantalla. El silencio de las salas vino, más bien, cuando el cine se hizo sonoro. La escucha activa.

Ni es, por ejemplo, del todo justo el significado que se le ha ido adhiriendo a un adjetivo como taciturno. Si pensamos en alguien taciturno lo retratamos como de mirada torcida, sospechosa, de nula conversación, tristón y apesadumbrado, malencarado incluso… El primer significado de taciturno es, sencillamente,  ‘callado, silencioso, reservado, que no habla mucho’. Nuestra civilización parece asociar ser parlanchín y arrollador y simpático con la verborrea. Y con el éxito. Sin embargo, considera —erróneamente, creo yo— la timidez una especie de defecto. ¿Quién no conoce a alguien que no derrocha palabras, prudente en el comportarse y que es persona honda, comprensiva, activa además? Del sentido de no hablar, pasó a significar ‘torvo y sospechoso’. Enjuiciamos demasiado, ¿no? 

En latín se empleaban dos verbos para el no hablar, o el dejar de hablar: silere y tacere. Quedarse callado. Cine silente. Silent movies.

Y distinto es el mutismo. Sobrecoge conocer el caso de una mujer afroamericana, autora de la narración autobiográfica I Know Why the Caged Bird Sings (Sé por qué canta el pájaro enjaulado), Maya Angelou (1928-2014), que cayó de niña en el mutismo selectivo tras padecer una desgarradora desventura. Estuvo varios años sin pronunciar una palabra, sin desatar una palabra. En plenas circunstancias de mudez patológica descubrió su vocación por el idioma y la escritura.

¿Pero existe el silencio? Apenas se le recuerda pero, en 1952, John Cage estrenó, después de cuatro años de gestación meticulosa, una pieza musical, «4’33’’», basada en no tocar una sola nota. Un joven y reconocido músico cerró, sentado, la tapa del piano y permaneció en silencio durante treinta tensos segundos. Después volvió a abrir y bajar la tapa, como señal de inicio del segundo movimiento, y volvió a quedarse inmóvil otros dos minutos y pico. Para algunos asistentes aquello no pasó de ser una chifladura. Otros la saludaron como una obra de arte del siglo.
Cage justificó que sus sigilosos pentagramas no están formados realmente por silencios sino por los sonidos que se producen de forma natural en el entorno y entre el público. Respiraciones, el rumor secreto de la circulación de la sangre, algún hilo de vida de fuera de la sala, el aire bajo una puerta, medidos taconeos…

De 1969 es una emocionante selección de textos sobre el arte que fue coleccionando Federico Delclaux: El silencio creador. Cuatrocientas páginas —acortadas, qué pena, en ediciones posteriores— donde descubrimos que Pau Casals destinaba la única habitación con aire acondicionado de su casa de Puerto Rico a guardar en ella su violonchelo, o por qué Virgilio era para Machado el mayor de los poetas, o con qué fin se sentaba Julien Green a escribir considerándose un hombre que no oía pero procuraba oír o un ciego que anhelaba ver. En esa antología de alhajas, la mitad del tesoro se centra en la mirada, en el contemplar, en el “hacer calladamente”. Sería un gran manual para escritores.

Me prestaron una monografía de Miguel Ángel García-Martí titulada El silencio. La fui rumiando despacio. Silencio y lentitud hacen buena pareja.

Entre mis próximas lecturas está La fuerza del silencio. Frente a la dictadura del ruido, una conversación del periodista Nicolas Diat con el cardenal africano Robert Sarah sobre el misterio del silencio. Sobre el imprescindible silencio.

A estas alturas del mundo quién sabe si deberíamos unir este eslabón que vivió una mujer santa [Teresa de Calcuta]: «El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. Y el fruto del servicio es…». Tendrá que averiguarlo usted. Por su cuenta. Y arriesgarse.


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Categorías: Literatura