Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Detrás del eclipse

La superviviente: Ainhoa Iraeta


Su padre falleció cuando ella tenía tres años. Apenas se acuerda de él. Durante aquella época Ainhoa fue el principal apoyo de su madre: era la hija pequeña y estaban muy unidas. Al cumplir los ocho, su madre conoció al que hoy es su padrastro y formaron una nueva familia. Sufrió entonces su primera crisis de ansiedad: todo era nuevo y no se sentía bien. Ainhoa pensaba que no podía seguir viviendo en esa situación. El pensamiento fue fugaz, apenas unos minutos.  Sin embargo, hoy cree que en aquella temporada se activó la posibilidad del suicidio.

Iba a clases de gimnasia rítmica. Le exigían mucho porque estaba en el equipo de competición. Andaría por los diez años cuando la pusieron de suplente porque no tenía «el cuerpo adecuado». La entrenadora le decía que volvería a ser titular del equipo si adelgazaba.

Engordó con mucha facilidad al dejar la gimnasia. Se aislaba y no salía de casa. Al verla así, su madre la animó a ir a un dietista. Adelgazó casi quince kilos, pero se desató a la vez un trastorno en su conducta alimentaria. Hasta los veinticinco años fue capaz de sobrellevar el problema con más o menos normalidad. Pero un día comenzó a vomitar. Estaba realmente mal. 

A los treinta y tres años se fue a vivir sola. Y empezó a consumir alcohol a diario, mucho alcohol. Un día salió de fiesta hasta las ocho de la mañana y, entre la debilidad por la delgadez y la bebida, se desplomó. Sufrió un coma etílico y la llevaron al hospital. 

Cuando volvió a casa lo primero que hizo fue meter cervezas en el congelador y llamar al chico con el que había salido la noche anterior. 

Su hermana se enteró y avisó a sus padres. «Fueron enseguida a por mí, prepararon algo de ropa y me dijeron que me iba una temporada a su casa. Obedecí sin decir nada», cuenta Ainhoa. Cuando llegaron, se fue con su madre a fumar. Hablaron tranquilamente, sin discutir. De pronto le dijo: «Mamá, te quiero». Con una rapidez sorprendente, se asomó a la ventana y se tiró a la calle.  

Ainhoa no murió, pero sufrió una lesión medular. Pasó por diferentes centros de rehabilitación, aunque no le sirvieron de mucho. Cuando finalmente pudo acomodarse en su casa, no sabía qué hacer con su existencia: no era capaz de moverse con agilidad y debía acostumbrarse a una realidad completamente distinta. Pasó por una depresión y se aisló socialmente: no tenía ganas de vivir. De hecho, intentó suicidarse otras veces. Bebía mucho.

Sin embargo, aquel callejón sin salida aparente se volvió practicable cuando conoció el Teléfono de la Esperanza a través de una amiga. Alfonso Echávarri, su psicólogo, le ayudó a comprender que su vida podía ser diferente, incluso atractiva. Ainhoa se dejó ayudar y acabó escribiendo un libro con su experiencia. El título Luz detrás del eclipse es una metáfora que Alfonso le repetía en sus peores momentos: «Ainhoa, esto es como un eclipse, hay luz detrás aunque nosotros no lo sepamos. Tienes mucho que aportar y mucho que aprender».