marzo - junio 2022
Texto: Teresa Vallès-Botey, profesora de Literatura Comparada en la Universitat Internacional de Catalunya y coordinadora del grupo de investigación Carlos Pujol, Literatura y Humanismo.
Cuando se cumple una década del fallecimiento del escritor, crítico y traductor barcelonés Carlos Pujol, cada vez son más los convencidos de la necesidad de arrancar su figura de la sombra en que vivió y hacer despertar este silencioso gigante de las letras. Autor prolífico e inclasificable, escribió al margen de modas y generaciones literarias. Con un estilo personalísimo, moderno y clásico a la vez, es heredero de la tradición europea que tan bien conocía como traductor y ensayista. Las conversaciones mantenidas con un nutrido grupo de escritores y académicos que lo leyeron y trataron aportan una luz más nítida en la evocación de su figura.
En las antípodas del perfil del escritor ególatra o del showman ansioso de fama, Carlos Pujol (Barcelona, 1936-2012) fue un hombre de letras fecundo y discreto, un sabio clandestino reacio a participar en la vida pública. Su figura hace saltar por los aires nuestro estereotipo del artista como genio romántico o el más actual del autor mediático y superventas. Desprendido de esos moldes, que a menudo parodia en sus novelas, este singular poeta, ensayista y crítico —también traductor y editor literario— publicó desde la sombra cincuenta sugerentes obras de creación y un centenar de traducciones ejemplares de literatura francesa y anglosajona (Balzac, Chateaubriand, Baudelaire, Defoe, Jane Austen, Shakespeare, Hemingway, Emily Dickinson, Henry James, Hopkins, Browning...).
Por mucho menos, otros se sentirían con derecho vitalicio a una habitación lujosa en el parnaso, pero Pujol fue un escritor «casi secreto», señala Valentí Puig, antiguo alumno suyo en la Universidad de Barcelona. Autor silencioso e incansable, su figura emboscada siempre le pareció al novelista Rafael Reig la de un espía inglés, «como de Le Carré, por su aspecto, por sus saberes raros, por su ausencia de énfasis y por su curiosidad inagotable». Hizo su obra —observa Reig— y sin reclamar atención se ganó el respeto y la admiración de muchos lectores. Entre ellos la del escritor y exministro de Cultura César Antonio Molina, que, en una conversación mantenida en abril de 2021, lamentó no haberle otorgado el Premio Nacional de Literatura. Según Molina, Pujol no pedía nada ni hablaba de sí mismo y, pese a estar en el epicentro de la vida cultural como miembro del jurado del Planeta durante casi cuatro décadas —de 1971 a 2012—, no hizo nada por ganar influencia pública y promocionarse. Su invisibilidad no es ajena a la ceguera de las instituciones literarias ante escritores que no están dispuestos a convertirse en un personajillo ni entrar en ese juego de intereses, que a menudo es determinante.
En ese mismo sentido, advierte el poeta Pere Gimferrer, la obra de Pujol quedó inmerecidamente inadvertida, por su radical disociación frente a los modos y maneras del mundo literario. Como señaló en Cuadernos de escritura (2009), «Escribir hace la literatura, mientras que la vida literaria hace la carrera». Él apostó por lo primero.
FOTO: Con licencia CC30. Autor: CPujol
Si bien en vida pasó desapercibido para el gran público, su figura no ha hecho más que crecer tras su fallecimiento, hace ahora diez años. Prueba de ello son los textos inéditos y reediciones de Pujol publicados desde entonces y también las jornadas de homenaje celebradas en diciembre de 2021 y febrero de 2022 en la Universitat Internacional de Catalunya (UIC) y la Universitat Pompeu Fabra, en las que expertos de diversas procedencias han reivindicado su legado. Además, desde que en 2016 se constituyó el Fondo Personal Carlos Pujol, su obra es objeto de estudio del grupo de investigación Carlos Pujol, Literatura y Humanismo de la UIC. Todo ello responde al deseo que el profesor de literatura española contemporánea Fernando Valls expuso en su obituario de Pujol: «Deberíamos conjurarnos para que su nombre abandone definitivamente esa clandestinidad que él tanto apreciaba».
La trayectoria de Carlos Pujol como hombre de letras es un progresivo despliegue de una vocación literaria primigenia e irrenunciable. Para él «escribir no es hacer, es hacerse, completarse con palabras», un proceso que le fue llevando a asumir múltiples papeles —profesor universitario, traductor, editor, crítico y, al final, escritor— y a explorar sucesivamente, sin prisa, distintos géneros: primero el ensayo y la biografía, después la novela y el aforismo y, por último, la poesía.
Como escritor, Pujol fue un caso rarísimo, pues durante los veinte primeros años de su trayectoria profesional no se dio a conocer como autor literario. En los sesenta y setenta, crece sin prisa para adentro —«Hacerse despacio para desplegar las alas», propone su admirado Joubert—, mientras se gana la vida trabajando a ritmo trepidante. Después de licenciarse en Filología Románica en 1959, ejerce durante un curso de lector de español en la universidad escocesa de Aberdeen y, al volver, en 1962, defiende la tesis doctoral La obra de Ezra Pound en sus relaciones con la lírica medieval románica, dirigida por su maestro Martín de Riquer. Ese mismo año se casa con la pintora Marta Lagarriga, con quien en pocos años tendrá cuatro hijos y forjará una familia numerosa que será centro neurálgico de su vida. Por entonces comienza a trabajar en la editorial Planeta, donde será consejero literario de confianza de Lara Hernández y posteriormente de Lara Bosch, y pieza clave del jurado del premio Planeta desde los años setenta hasta el final de su vida.
Además, es profesor de literatura francesa en la Universidad de Barcelona, publica sus primeras traducciones del francés y del inglés y es crítico literario en La Vanguardia, El Ciervo y Opinión. En los setenta, antes de escribir su primera novela, Pujol publica cuatro monografías con ensayos dedicados a Voltaire, Balzac y Saint-Simon, y recopila una selección de críticas sobre novela francesa moderna y contemporánea. Pese a que todo parecía indicar que haría carrera académica, la
abandonó voluntariamente en 1977 y nunca quiso presentarse a una cátedra. En sus recientes memorias, Novelas contadas y otras reflexiones sobre literatura (2021), narra ese golpe de timón vital que le llevó a apartarse del ensayo erudito para acudir a la llamada de la ficción: «Se acabó el profesor y se desplazó definitivamente la seriedad, que ya no estaba en otros, sino en lo que yo tenía que hacer».
Lo que sintió que «tenía que hacer» entonces era obedecer a su voz interior: la del niño que desde los doce o trece años había querido hacer novelas. Necesitaba hacer eclosionar una vocación de escritor que le permitiera «decir lo que cree que es indecible, el tabú más arraigado que lleva dentro, que no se puede ni nombrar, y que con la excusa de una invención tiene vía libre». Desde entonces la escritura es para él un espacio de libertad que defiende a capa y espada. «Se escribe para oír la música de dentro», afirma en Cuadernos. Y para escucharla se protege firmemente del ensordecedor ruido exterior de la vida literaria, de intereses ideológicos o económicos. Aspira, por encima de todo, a ser lo más libre que pueda, para escribir solo porque sí, obedeciendo a una necesidad interior. Gracias a eso, Pujol dio siempre la sensación de disfrutar con lo que escribía —apunta el editor y profesor mallorquín Andreu Jaume—, como si el niño fascinado por Kim, de Kipling, y el cine de aventuras no hubiera desaparecido nunca del todo en su vocación.
FOTO: Archivo ABC
Así, para sorpresa de propios y extraños, publica a los cuarenta y cinco años la primera de sus catorce novelas, La sombra del tiempo (1981), obra histórica y de iniciación que protagonizan una joven aristócrata francesa y la Roma de un Antiguo Régimen tambaleante. José-Carlos Mainer, catedrático de literatura, recuerda su alegría al descubrir que Carlos Pujol era, además de un conocedor de toda la literatura europea, un excelente escritor. Según destaca, esa capacidad creativa que tiene como punto de partida una tarea profesional (como ensayista, crítico, traductor...) no es frecuente en España: son contados los casos de quienes miran la cultura como fuente de conocimiento y también como pretexto de una creación y un disfrute. Con rasgos de juego, humor y fantasía —sostiene Mainer— busca la complicidad del lector, que se divierte al reconocer referencias literarias solapadas y constantes guiños irónicos.
Sus novelas, explica Rafael Reig, tienen la elegancia de ser sencillas de leer, además de divertidas; en ellas hay peripecias intrigantes y personajes atractivos; parodia de géneros literarios e incluso de épocas. En su opinión, Pujol reivindica la literatura como juego, «igual que lo hacía Cervantes, aunque siempre con un fondo de verdad melancólica». Los secretos de San Gervasio (1996), por ejemplo, es un homenaje y una osada caricatura de la novela de detectives, y a la vez un ameno escarmiento de la pretendida omnisciencia de Sherlock Holmes.
La publicación de sus memorias literarias (Novelas contadas, 2021), que Pujol dejó inéditas, permite apreciar con nueva luz algunos aspectos de su obra. Entre otros, dos constantes temáticas relacionadas con experiencias vitales del autor. No se trata propiamente de elementos autobiográficos, sino de miedos alimentados por vivencias dolorosas. La primera, la lacerante relación con su padre desde que sus progenitores se separaron cuando él tenía cuatro años. No por casualidad, los protagonistas de sus novelas a menudo son o se sienten huérfanos y emprenden una aventura para encontrar su referente paterno, como en la Odisea el joven Telémaco sale en busca de Ulises o como el joven Kim atraviesa la India en compañía de un bondadoso lama tibetano. En la narrativa pujoliana, impregnada siempre de benevolencia socarrona e irónica melancolía, esa búsqueda es un viaje iniciático que permite al protagonista forjar su identidad y un futuro esperanzado.
Otro fantasma interior que Pujol ahuyenta refleja el descalabro vital de los muchos escritores que conoció y sucumbieron devorados por el éxito o la falta de reconocimiento y que incluso llegaron a confundir su imagen pública con su vida real. Para hacer frente a estos peligros Pujol convierte la vanidad y la egolatría en el blanco de una ironía mordaz, por lo que nunca faltan en sus libros poetas o novelistas implacablemente parodiados. ¿En qué consiste fracasar?, se pregunta el autor de manera recurrente en su narrativa. «Quizá solo en conocerse de veras y salir del engaño», sentencia en sus memorias. Y con sabia ironía señala que «la falta de éxito es una bendición de la que uno siempre está inconsolable».
A contracorriente de la novela social y de cualquier forma de realismo anacrónico, al margen de modas y tendencias de bestsellers fabricados para el éxito a corto plazo, Pujol rompe fronteras de espacio y tiempo para alimentarse de lo mejor de diversas tradiciones. Con divertida intuición, el reconocido escritor Andrés Trapiello se ha referido a él como el mejor escritor inglés en castellano de Cataluña. Pujol mismo señaló en una entrevista que le hizo su amigo Manuel Ballesteros en 2008 que las literaturas francesa y anglosajona le habían enseñado e influido muchísimo más que la castellana, por lo que se sintió escribiendo en una especie de tierra de nadie, sin verse de ningún lugar concreto, o perteneciendo a muchos. La singularidad de su voz surge de ese espacio de libertad en el que, sin perder su identidad, está en diálogo permanente con la tradición. Como subraya Mainer, Pujol no se pareció a nadie y su libertad de escritura no tuvo restricciones.
Los pilares de su poética, de su estilo, están sólidamente definidos desde la primera novela y pronto los hace explícitos en breves aforismos, lapidarios e inolvidables, recopilados en Cuadernos de escritura. Su visión de la literatura como una obra de arte que es a la vez un juego inteligente está implícita tanto en las novelas históricas que publica en los ochenta —al ritmo trepidante de seis en siete años—, como en sus posteriores relatos de detectives, aprendizaje y aventuras. En realidad, en su narrativa suele hibridar elementos de estos géneros, como puntualiza el catedrático de literatura Domingo Ródenas al remarcar dos constantes en la obra de Pujol: el deleite del juego y la reescritura de la tradición, «ambos, por cierto, ingredientes propios de la literatura que llamamos posmoderna».
Dinamitando de nuevo los estereotipos, Pujol no publicó poesía hasta que cumplió los cincuenta años. El experto en retórica y teoría de la poesía Pere Ballart defiende que la voz íntima de Pujol jamás se hizo más audible que al escribir poesía. Paradójicamente, esa palabra se deja oír de modo interpuesto, como cuando el escultor Bernini cuenta en primera persona su recorrido vital en el primer poemario pujoliano, Gian Lorenzo (1987), o cuando presta su voz al personaje bíblico de Job (Fragmentos del Libro de Job, 1998), a la marquesa de Sévigné (Retrato de París, 1999), al pintor holandés Vermeer (La pared amarilla, 2000) e incluso a la Virgen María (Magníficat, 2013).
Para Ballart, Pujol presintió desde el comienzo que el monólogo dramático era la solución a su reto lírico más acuciante: expresar con intensa emoción una intimidad personal, pero de manera vicaria y distanciada, sin hacerla directamente autobiográfica, confesional o inoportuna. Según el poeta Enrique García-Máiquez, prestar la voz a otros le sirvió para decir lo que de verdad importa sin que el peso de las anécdotas particulares distrajera y sin pecar de pretencioso ni de grandilocuente. Bajo la máscara de esos personajes, el autor se muestra y se esconde. Así lo confiesa en Versos de Suabia (2005): «Aunque a medio decir,/ en verso, oscuramente,/ entre músicas tenues como el aire,/ para que no se entienda,/ lo he dicho casi todo de mí mismo».
Esa poesía, capaz de desprenderse del yo según la costumbre franciscana, muestra incluso la intimidad del trato de Pujol con Dios en la oración. Sin perder sencillez ni autenticidad pone en boca del salmista que «en lo oscuro del alma se oye siempre/ una respiración pausada recordando/ que estás cerca, que escuchas y que esperas/ el momento crucial en el que el tiempo/ suspendido te deje paso a ti» (Centón de salmos, 2021).
En un mundo que ha terminado por hacer de la imagen propia y del culto al ego el único contenido de la mayoría de libros, se lamenta Andreu Jaume, Pujol es capaz de forjar una voz propia, sin falsete ni postureo interesado; rompe fronteras y clichés para heredar lo mejor de la tradición literaria europea y ofrece generosamente su arte a quien quiera oírle, como un músico que toca en la calle.
Si mientras vivió Carlos Pujol fue fácil que se le ignorara, cada vez será más difícil seguir haciéndolo, cuando, como apunta el ensayista y crítico literario Jordi Gracia, «lectores sin costra y con la curiosidad alerta acudan de nuevas y como sin querer a sus libros». A los diez años de su fallecimiento va quedando claro, con palabras de Rafael Reig, que se trata de una rara avis en nuestras letras, un lujo o un regalo que poco a poco vamos apreciando en lo que vale.