Dice mi hermana que no se debe ir a la compra con hambre. Cuando la escuché, me entró la risa, así que se sintió obligada a explicarme que lo decía en serio. Si vas a la compra con hambre, compras de más sin querer y, por lo tanto, o te sobrará o comerás también de más. Sin contar lo seguro: habrás gastado por encima de lo necesario. Claro, me reí porque a los varones casi siempre nos sale más cara la compra que a ellas. Pensaba que ocurría por falta de costumbre, de pericia o de talento para esa actividad concreta. Pero quizá también porque vamos a comprar con hambre o porque nos entra el hambre cuando compramos. A lo mejor resulta que esa supuesta pasión femenina por las compras manifiesta más bien un miedo: el pánico a que compren ellos y desbarajusten en una mala tarde todo un presupuesto familiar de equilibristas. Ahora que caigo, a mi madre le pasaba eso con mi padre, quien a su vez se admiraba de la capacidad de ella para hacer rendir el dinero.
Hacer la compra es un arte. Mi madre, con sus ochenta y nueve años recién gastados, va al súper todos los días, si puede. Se resiste a delegar su mirada, especialmente a la hora de escoger producto fresco: frutas y hortalizas, pescado o carne. Pero no va solo por eso ni por dar una vuelta. El arte de la compra requiere una actualización profesional permanente. Nos asaltan marcas que vienen a competir con las conocidas o aparece mercancía nueva de las marcas viejas. De ordinario compra lo que esté en promoción de lanzamiento aunque en ese momento no lo necesite, porque, según ella, cuando llega algo al mercado, con el barullo publicitario y el saldo de los estrenos, presenta una calidad y un esmero que ya no repetirá después.
Acude muy a menudo también porque se queja de que le cambian el súper de arriba abajo con muchísima frecuencia y tiene que repasarlo para no perderse ni perder nada. Cuando la acompaño a por cuatro cosas, compruebo con desesperación que recorre la tienda entera, como un general que revista sus tropas para asegurarse de que está todo el mundo en su sitio. Ahora ya no me canso, porque entiendo lo que hace y porque la veo disfrutar. Y porque aprovecho para aterrorizarme de cómo avanza el enemigo diet, light, cero e incluso cero cero: las mantequillas que no son mantequillas, las leches que no son leche, las hamburguesas que no son de carne, el azúcar que no es azúcar, el café sin cafeína, las cervezas sin alcohol, el tinto de verano sin vino, por no mencionar los preparados gourmet para perros y gatos, que ocupan cada día más líneas de expositores hasta completar pasillos enteros y afianzar posiciones de las que jamás retroceden. Como dice un amigo, columnista portugués, cada vez es más difícil comprar comida.
Pero a mi madre no la engañan. Sabe que debería comprar queso fresco desnatado y todo eso, pero compra queso de verdad «para cando veña o Francisquiño», que soy yo. Pero se lo come casi todo ella. Y hace bien. También maneja con maravillosa soltura las marcas: si da con otro mejor, abandona su aceite de toda la vida en un pispás y sin el menor remordimiento, sin volver la cabeza siquiera. No le hace ascos a la marca blanca ni venera las de relumbrón. Va a lo esencial porque piensa en los suyos y no en quedar bien, en las apariencias.
Con esa mentalidad, luego, en el mercado de las ideas se comporta de un modo muy semejante. No cae en las trampas de lo light ni de lo edulcorado. Especialmente a la hora de elegir producto fresco: difícil darle por bueno material revenido, chatarrilla abrillantada que ya le han querido cambiar por un dineral tantas veces. No va con hambre a ese mercado ni con el alma en ayunas. No se deja deslumbrar por caritas ni por caretas. No forofea como una partidista, que interviene en la discusión pública como el varón famélico que hace la compra sin atenerse a los rigores de la necesidad o del presupuesto. O como un bebé que llora o ríe según lo que sienta. Me dicen que en polaco bebé se dice «no hablante». En castellano se podría traducir partidista por «siempre hiriente», porque la incapacidad para razonar suele mantener cierta proporción con la de hacer daño.
Mi madre reserva la pasión, que es un gran motor, para cuidar. Por eso ahí, en esa cháchara, no la pillan.