Los museos tienen algo de escaparate. Pero esos cuadros ilustres estuvieron pensados para dignificar un hondo salón familiar, para recordar a una amadísima esposa perdida, para dejar a los hijos un lejano recuerdo de la tierra natal… Y muchos se pintaron como iconos, para reflejar la luz de lo sagrado y mover a la oración a los hombres. Su lugar era el templo o la capilla. Para la historia del arte están bien los museos, y menos da una piedra; pero la mejor manera de entrar en un museo implica conocer la historia y la intención del cuadro o la escultura y, en la medida de nuestras posibilidades, respetarlas.
Mucho mejor lo contó el poeta Julio Martínez Mesanza. Todavía en la Unión Soviética, estaba visitando un museo en San Petersburgo, no recuerdo cuál. Entonces vio que una mujer joven y muy guapa, vestida humildemente, se paró ante un bellísimo icono. Y, en ese momento, sin importarle nada más, se hincó de rodillas, y rezó. Martínez Mesanza vio que todo el museo quedaba transformado. El gran escenario del arte con mayúsculas se quedaba muy pequeño y el cuadro volvía a ser un humilde icono que servía a su misión de transparentar lo sagrado. Lo vivió como una hierofanía.
Lo he recordado leyendo un poema de Jaime García-Máiquez titulado «Besos» y recogido en su antología La humana cosa. El poeta trabaja en el Gabinete Técnico del Museo del Prado, lo que le da ciertas oportunidades. «Cada vez que en el búnker de rayos X entra/ un cuadro religioso […] yo beso levemente la pintura,/ el lívido barniz que la protege». El largo poema ofrece pormenorizados detalles de esos besos: «Sobre el rosto de Cristo,/ sobre el pie taladrado por el clavo/ negro de huesos, sobre/ los largos dedos blancos de albayalde/ de la virgen María/ o la piel arrugada —pardo oscuro de Siena—/ de un santo apasionado». El poeta sabe que ese roce leve es «para siempre eterno». Confiesa: «He llenado el Museo y los museos/ del mundo con mis besos./ Borges modificó/ el infinito océano del fuego del Sáhara/ cambiando de lugar algo de arena./ Yo he transformado para siempre el Prado/ llenándolo de besos./ Yo también he modificado algo infinito».
El poeta es mi hermano —mi hermano pequeño, para más inri—, pero si lo traigo aquí no es para hacer marketing fraternal, sino porque, en cuanto poeta, es hermano de todos ustedes, según la estirpe de Baudelaire, que llamaba al lector «mi semejante, mi hermano», y tenía razón. Es más, en esos besos (a la azul Encarnación de Fray Angélico, al rojo Expolio de la Catedral de Toledo, al Cristo de Velázquez, silencioso, o a la ruidosa Adoración de los Magos de Rubens, según detalla) estamos representados todos nosotros. Realmente, que nos lo cuente no se queda en una confesión de una intimidad piadosa, sino que nos devuelve la sacralidad de esos cuadros magistrales. Hace, más disimuladamente y convirtiendo su puesto de trabajo en un pequeño criptoaltar, lo mismo que la joven rusa que conmovió a Julio Martínez Mesanza.
Unos y otros nos facilitan la subversión. Ya nunca veremos los cuadros del mismo modo. Contra el academicismo de los museos, contra la dichosa desamortización de Mendizábal, en nuestras manos (esto es, en nuestras almas) está restituir los cuadros a su esencia primigenia y altísima. No hay otra restauración más perfecta. Ya aleccionado, cuando visito el Prado, procuro que las doce en punto en el reloj me den enfrente de la Coronación de la Virgen de Velázquez, y ahí rezo el ángelus. Me gustaría ponerme de rodillas, pero me falta el coraje. Y me gustaría posar también mi leve beso en el lienzo, pero me placarían los vigilantes del Museo cumpliendo diligentemente su deber profesional, como es lógico y les agradecemos.
Con todo, no importa. Pienso que mi ángelus invisible resulta más subversivo que los que echan espráis o sopas a las obras maestras, y además sabemos que mi hermano —el vuestro— ya puso un beso allí, que nos representa a todos. El venerable Museo del Prado asiente encantado, diría yo. Incluso él ha sido ascendido de categoría.