Ahora bien Opinión Salud mental
Al final no voy ni a añorar la mía, a pesar de lo lejana que anda, sino a agradecerla. La que da más melancolía es la juventud de ahora. Y no por ellas y ellos, tan guapos todos. Se merecen mucho más. Lo malo de la juventud de ahora somos (o son), sobre todo, los mayores. Qué empecinados estamos en empequeñecérsela y en caramelizársela.
Como pensamos que son incapaces de seguir una argumentación, acortamos el número de palabras de los artículos. Agrandamos la letra. Añadimos dibujitos. En vez de obras maestras de la literatura, les ofrecemos contenido audiovisual y versiones —gato por liebre— adaptadas. Les gamificamos la historia. Sentimentalizamos el dogma. Ponemos musiquilla a las grandes ideas. Edulcoramos con testimonios personales cada verdad que se les ofrece a medias. Impostamos la voz, como cuando se habla con bebés, pero diciendo «guay» y palabrotas de diseño. Creemos que hay que simplificarles lo complejo, aligerarles lo profundo, ahuecarles lo denso. Como no leen poesía, ¡démosles rap!
Recuerdo algo que me contó el filósofo Gregorio Luri. Iba a dar una conferencia a los alumnos de un colegio de un país hispanoamericano, creo que Ecuador, en una zona bastante deprimida. Recibió un correo del director del centro: «Solo le pido un favor: respete a nuestros alumnos, no se lo ponga fácil». Ese director estaba en el secreto. Esos alumnos estaban de suerte.
Naturalmente, si se ponen las cosas difíciles, a bastantes alumnos les costará seguir la clase o acabarse el libro o entender la filosofía. Pero piensen ustedes en la alternativa que ofrecemos. Algo tan aguado y poco significativo que no logrará entusiasmar a nadie. Menos que a nadie, a los que lo entiendan, que serán, sí, muchos más, pero peor, porque entenderán, además, que hay ahí, ay, aire y muy poca sustancia. Aquellos que hubiesen disfrutado de lo arduo y verdadero son los primeros que ahora se desinflan. La facilidad los entumece y les desinteresa. Los que no hubiesen entendido o disfrutado de lo verdadero, al menos, habrían entendido que hay cosas valiosas que exigen un esfuerzo y una atención para disfrutarlas. O sea, que habrían entendido mucho más que ahora. Encima, se activa un círculo vicioso. Los adultos, condescendientes, como los ven apáticos, aligeran aún más sus propuestas, sin caer en la cuenta de que están apáticos, precisamente, por la ligereza frívola de las propuestas. Y como la vida sigue siendo difícil y se ha puesto peor, se la complicamos en cómodos plazos para cuando dejen de ser jóvenes. Les adosamos a los bajos de su biografía una bomba lapa temporal.
Esto va acompañado de una adulación continua. Se les pone fácil y, además, se les aplaude muchísimo lo mínimo. Para colmo, la gente nos parece demasiado mayor demasiado pronto y vamos pidiendo rostros jóvenes para ocupar las primeras filas de casi todas las actividades, de la política a la literatura. Detecto que ese afán por colocar a jovencitos en todas partes tiene un interés espurio, porque son más fácilmente manipulables por los que siguen manejando el cotarro, pero se les anima al conflicto generacional para tenerlos entretenidos mientras tanto. También se esquilma con esto el divino tesoro de la juventud, que incluía el oro del respeto a los mayores, que era de ida y vuelta, de enseñanza y aprendizaje.
El juvenilismo, como explicaba Julián Marías, esconde otra trampa mortal. Se les instala una segunda bomba lapa. Muy pronto —el tiempo vuela— dejarán de ser jóvenes y entonces se encontrarán con un ideal caducado y sin una formación seria.
A los jóvenes urge respetarlos al modo del director de aquella escuela ecuatoriana: sin bailarles el agua. La vida es una aventura, y cualquier aventura sin pruebas difíciles y trances duros no es una aventura: es una excursión o un videojuego. Propongamos ideales altos, estudios exigentes, lecturas enriquecedoras. Que los jóvenes se enorgullezcan de sí mismos. Los mejores se alegrarán y los que todavía no lo son serán mejores, y se alegrarán.