Si acallamos el dolor por todos los medios médicos, sociales o económicos, dejamos de percibir las señales de alarma de los peligrosos problemas latentes.
España tiene el récord mundial en el consumo de ansiolíticos. Es para tomarse un ansiolítico, desde luego. Este dato se utiliza con frecuencia para mostrar lo mal que estamos como sociedad, nosotros, que ayer no más éramos reconocidos en el mundo entero por nuestra innata alegría mediterránea de vivir y nuestra despreocupación senequista. El índice nos señala que estamos fatal; pero también anuncia —y eso no se dice– que vamos a estar peor.
Los ansiolíticos en cantidades industriales indican que muchas personas en España se encuentran mal. Y como esos medicamentos funcionan tan bien, al ser ingeridos multitudinariamente, esconden el dolor. No digo que, con la debida supervisión médica, no deban recetarse. No quiero hacer intrusismo profesional ni, mucho menos, caer en la insensibilidad hacia el mal ajeno, que es sagrado y ante el que hay que descalzarse para entrar. Sin embargo, desde fuera, he de advertir de un peligro. Que los ansiolíticos son una consecuencia de un estado del malestar que acompaña como una sombra al estado del bienestar lo vemos. El problema es que también serán o están siendo una causa de mayores y más profundos malestares. Estamos engrasando el rodamiento de un círculo vicioso de libro.
Nuestro hedonismo ha hecho del dolor un mal absoluto, pero no lo es, aunque no sea agradable. Es un sofisticado y casi infalible mecanismo de alarma que la evolución ha regalado al hombre y a los animales. Si algo te duele, ese algo doliente se está
sacrificando para advertirte. Hay que huir o ir al médico o localizar enseguida el origen del problema. Unos tíos bisabuelos de mi mujer, por una mala jugada de la consanguinidad, padecían una enfermedad que les impedía sentir dolor. ¿«Padecían» he dicho? Sí. Aquello, que, desde la perspectiva comodona de hoy, parece una bicoca, era peligrosísimo. En cierta ocasión olieron a quemado en casa, «Qué raro», se decían, cada vez más, hasta que se dieron cuenta de que eran ellos mismos, ambos hermanos, los que se estaban quemando los pies en el brasero de la mesa camilla.
Lo que pone en evidencia mi ejemplo un poco morboso pasa igual con el dolor psíquico y el malestar moral. No son agradables, en absoluto, pero te avisan de qué es lo que huele a podrido en Dinamarca o, mucho más cerca, bajo tus pies. El problema último del consumo disparado de ansiolíticos es que nos deshabilitan el sistema de alarma. Nos encierran en una habitación acolchada.
Y no es la única desconexión. Tanta insistencia en la autoestima, que nos veda llamar la atención o reñir o darle a nadie el disgusto de advertirle que tiene cosas que mejorar en los estudios, en el trabajo o en la vida, también encapsula y aísla y condena al estancamiento en una burbuja de buen rollo. Las pagas y las ayudas públicas, tan necesarias como pueden serlo en casos particulares, ocultan graves problemas estructurales de nuestro sistema educativo y laboral. Silencian los sistemas de alarma, uno tras otro, con lo que nadie pone solución a nada. Y en una escala aún mayor, macroeconómica, el endeudamiento del Estado conlleva dopar o anestesiar (como prefiera verse) a una sociedad presente que en el fondo no funciona a costa de una sociedad futura que a ver cómo afronta la realidad.
En general escribo artículos esperanzados, y este, contra toda apariencia, lo es. Si nos duele algo —y siempre algo nos duele, ya sea físico, psíquico o espiritual—, salvo patología, que ahí no me meto, alegrémonos. Estamos recibiendo un aviso (y quien avisa no es traidor) de que tenemos que cambiar algunas cosas que nos producen ese dolor. Así arranca un poema inolvidable de Claudio Rodríguez: «Déjame que te hable / en esta hora de dolor / con alegres palabras».
Mucho mejor tomar las riendas de nuestra vida al aire libre a que nos encierren en la habitación acolchada las pastillitas o las paguitas. Somos los amos de nuestro destino, los capitanes de nuestra alma. No olvidemos a Claudio Rodríguez cuando nos dice que, por debajo del dolor, «la más honda verdad es la alegría». El dolor, mucho mejor que taparlo, es apartarlo. Más allá espera la alegría.