
Alfonso Paredes
Bambú, 2025
136 páginas
13,90 euros
En una sociedad obsesionada con la eficiencia y la huida sistemática del sufrimiento, un algoritmo se encarga de analizar el Cálculo de Interés Vital de cada ciudadano. Cuando este se muestra más bajo del 25%, la Agencia Amable posee la capacidad de intervenir y empezar a preparar el «proceso de migración» de la persona. Polo tiene veintiún años y hace malabares entre su trabajo exigente como repartidor y cuidar de Roger, su tío enfermo, que le acogió cuando él se quedó huérfano con tres meses. El joven lleva un tiempo observando el deterioro en el cuerpo y la mente de Roger, y preguntándose cómo puede ayudar a su tío de la mejor de las maneras. A la vez, siente que su propio cansancio es cada vez mayor. El ofrecimiento de una migración indolora y aséptica, empaquetado en dulces palabras, aparece como una opción plausible, tal vez incluso deseable.
Pero los Centinelas están en sus puestos. Son vecinos, compañeros de trabajo, gente normal. Pero gente «que vigila y vela [...]. Gente que cuida a los demás y que no acelera lo inevitable», que tratan de buscar un sentido al dolor y que cuentan con el tiempo como aliado. Para cuidar, para acompañar, para llenar vacíos. Convencidos de que la respuesta adecuada ante la vida, el sufrimiento y la muerte es la ternura —y no el empujón amable que la agencia gubernamental se empeña en proporcionar a ancianos y enfermos—, los Centinelas trabajan como una red de seguridad que no deja caer ni a Roger ni a Polo.
Alfonso Paredes (que hizo las delicias de muchos lectores con El señor Marbury) se atreve ahora con una sencilla novela juvenil a medio camino entre la ficción distópica y la fábula para hablar del final de la vida y del papel clave de los cuidados en cada paso de la existencia, pero de manera especial cuando la vulnerabilidad se muestra más patente. En su crítica a una sociedad y a unas leyes que se pintan de filantrópicas, pero rezuman deseo de imponer ideologías inhumanas, Centinelas se convierte también en un canto a la realidad, «que no se pliega», que en ocasiones puede resultar tozuda, e incluso difícil de comprender, pero a la que hay que mirar «a los ojos y amarla. Amarla mucho, aunque nos duela».