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De Borges y «Las cosas» y su otro más allá

El argentino Jorge Luis Borges en el Hotel Villa Igea, en la sala Basile. Palermo, 1984.
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El argentino Jorge Luis Borges en el Hotel Villa Igea, en la sala Basile. Palermo, 1984.
Mediante una diligente enumeración de objetos diarios y no muy grandes, Borges consigue en un poema concentrar —acordonar, aislar— al lector para que cavile con todo su ser, y además con todo lo que no será nunca, sobre algunos efectos de haber vivido.
Borges (1899-1986) no necesitó ensamblar decenas de folios de novela para dejar palpable su singularidad de narrador. Pero a mediados de mayo de 1965, cuando seguía siendo poeta además de un soberano cuentista, le consultó a su amigo Adolfo Bioy Casares, quince años más joven que él, si le parecía mejor cerrar con un ilusorio poniente o con una ilusoria aurora el verso «Espejo de occidente que refleja…».
—Una ilusoria aurora —le contestó Bioy.
El autor de «El aleph», de «El milagro secreto», de «El sur» y de tantas otras joyas, un hombre que descendía el declive de cumplir los setenta y llevaba tiempo naufragando en las franjas amarillas de su ceguera, rehízo de memoria esa línea y media de escritura. Describió aquel espejo de la izquierda de su habitación, donde la luz preparatoria pero ficticia del amanecer se arqueaba, o más bien se aplastaba, contra la lisura del vidrio, con esta frase: «El rojo espejo occidental donde arde una ilusoria aurora».
Tres semanas después, el texto apareció en las páginas dominicales del diario bonaerense La Nación, con el escueto título de «Las cosas».
Un hombre sexagenario —ese que escribe—, apoyado en un bastón, regresa a su apartamento, se mete la mano en un bolsillo donde tintinean la calderilla y las llaves de casa. La puerta se abre obedientemente, y él da unos pasos hacia un escritorio. Reconoce un papel donde anotó algo. Y ve un tablero, quizá con figuras de ajedrez. Además, una baraja. Certifican el orden y a la vez el azar bregando con la racionalidad. O las incorporaciones repentinas de la suerte. Pero no hay nadie. De un cercano volumen, el anciano separa las hojas entre las que, sin fecha ni demasiado significado, se consume el color de una flor ya casi transparente. Es un «monumento», una recordación cursi, pero sin vida, inerte. Sin nadie. Lleva luego la vista torpe hacia un espejo que agranda por la izquierda esa habitación. Se fija en las puertas, acaso los techos, ciertas vigas de apoyo —«limas»—, en las alacenas y su cristalería. Y ese hombre singular y solo se hace entonces plural y muchos. Es casi la humanidad, parte de la muchedumbre humana al menos. Porque recapacita. Y los objetos y el mobiliario mudos, reservados, se adivinan elocuentes. Con peso. Con magnitudes de la física y de la historia. Saben hacer una hendidura que el silencio de esas cosas ensancha con las dimensiones de un precipicio sin terminación. Y falta entre «Las cosas» de Borges la maquinaria de un reloj. La certificación voraz del tiempo sugiere ese retorno a Ítaca, a la isla confiada del hogar, y a los archipiélagos que conformamos con el resto del género humano. Que acaba por encima de las cosas.
Este es el texto que les he despanzurrado. Perdonen. Y vean la diferencia con el original.
«El bastón, las monedas, el llavero, la dócil cerradura, las tardías notas que no leerán los pocos días que me quedan, los naipes y el tablero, un libro y en sus páginas la ajada violeta —monumento de una tarde sin duda inolvidable y ya olvidada—, el rojo espejo occidental en que arde una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas —limas, umbrales, atlas, copas, clavos— nos sirven como tácitos esclavos, ciegas y extrañamente sigilosas! Durarán más allá de nuestro olvido; no sabrán nunca que nos hemos ido».
He vuelto a la artimaña: no he cortado los endecasílabos de los tres cuartetos y el dístico que culmina en una reflexión ética, de conducta. De actitudes. Pero sin trampa destacan en el poema borgeano tres de los recursos en que más se apoya su lírica. Por supuesto en la metáfora, comedida en estos versos. Otra es la enumeración, significativa base estructural de este poema, y una manera —vetusta— de amplificar un texto y buscar que sea infinito. Y otra más, su particular sentido de la hipálage, es decir, de cambiar de sitio el adjetivo, como se ejemplifica en «El público llenaba las ruidosas gradas» o en que a César lo acosan «los impacientes puñales de los amigos».
El soneto formó parte del libro publicado en 1969 Elogio de la sombra. Sombra significa tanto ceguera como muerte, o incluso la vejez, y en latín el elogium era una inscripción en una tumba o en una figura escultórica, habitualmente —claro está— de alabanza. «Creo no tener un solo enemigo o, si los hubo, nunca me lo hicieron saber». Borges, el bondadoso.
Esos catorce endecasílabos pulcros de Borges sobre lo efímero, sobre la diferencia entre posterioridad y eternidad, o inmanencia y trascendencia, idealismo o realismo, sirven de humilde ejemplificación de la «metafísica de la opción intelectual». Un riesgo silencioso. Si esta silla existe aunque yo no la piense ni me siente en ella ni esté siquiera yo cerca, habrá que aceptar «el ser de unas cosas que no tienen en sí mismas la razón por la que existen y que, sin embargo, son», como sentenció sabio Carlos Cardona.
En la enumeración que escalonan los tres tercetos descansa cierto sentido de totalidad, de afán de abarcar. Con compás y ritmo. Borges cierra con una consideración en futuro: la memoria medirá menos que el olvido. Góngora expresó la desaparición material en ese fin de un soneto perfecto, donde se difumina con una gradación: «En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada».
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