
Lucía Martínez Alcalde
EUNSA, 2025
156 páginas | 11,90 euros
Para alguien socarrón, irónico, casi cínico, El arte de no llegar a todo debería ser un puaj, glup, urgh, empezando por ese fucsia yuju de la portada, camino de Mr. Wonderful. Pero no. Lucía Martínez Alcalde no ha escrito un librito de autoayuda para vendérselo a papanatas que no saben gestionar su tiempo. Lo de Martínez Alcalde es un ensayo de antropología práctica que entiende muy bien el dolor. Le pasa como al poeta García-Máiquez en esos versos que dicen: «Sucede que mi alma está mordida / —como un bolígrafo— por el extremo / que no escribe». La autora entiende el sufrimiento y deliberadamente no se deja dominar por él. Este pequeño volumen es un ejercicio valiente de alegría, rebosante en cada página.
Hay tres puntos que marcan los centros gravitacionales de esta propuesta filosófica para surfear las olas del to-do: el orden del amor, el fuego que arde y la pista de baile. Primero, el viejo ordo amoris. El amor como fuerza creativa y ordenatriz es la clave de interpretación: hacer en cada momento lo que permite amar más y mejor. Segundo: la diferencia entre brillar y arder, que se convierte casi en leitmotiv. Martínez Alcalde abuchea con razón a las estrellitas de medio pelo y canta, en realidad, a esa gente que se consume amando, que ardiendo incendia. Esa es la clase de éxito que ella anhela y propugna. En el último tercio del libro emerge por fin esa bailarina que huye de la portada, y en esa metáfora condensa nuestra filósofa —también, por cierto, periodista de Nuestro Tiempo— la difícil relación entre aprovechar el tiempo y vivirlo: una danza que requiere la libérrima espontaneidad de la niña y la disciplina férrea del artista.
El tono, sin embargo, es, a propósito, conversacional. Eso se evidencia tanto en la abundancia de citas (uno casi se hace amigo de Guardini, Ceriotti, Hitz y demás habitantes de las notas al pie) y en el propio registro de la escritura. Quizá eso aleje a los académicos. Mejor. Como cantaba Silvio Rodríguez: «Que se acerquen los niños, los amantes del ritmo. Que se queden sentados los intelectuales». Por cierto, Platón ya empleaba el diálogo como método.
El libro articula, en siete capítulos, más su introducción y epílogo y agradecimientos, una amalgama de cuestiones contemporáneas y eternas: cómo lidiar con las redes sociales, cómo emplear mejor el calendario digital (tremendo aforismo: «Que Google Calendar ocupe el lugar que le corresponde»), qué hacer con las expectativas profesionales… y también si en este mundo estamos o no para algo, en qué consiste la virtud o cuáles pueden ser los tipos de amistad.
Se atribuye a Arthur Koestler (y a otros escritores también, me temo) esta frase: «Querer conocer a un autor porque te gustan sus obras es tan ridículo como querer conocer al pato porque te gusta el foie». Este ensayo es, supongo, la excepción que confirma la regla. Es hermoso ver cómo Lucía ha escrito este libro desde su propia danza con el caos, desde su propia hoguera. No hay aquí separación entre la escritora y su texto.
Para hablar del caos y de cómo abrazarlo, ella misma cita un neologismo que inventó Tolkien: eucatástrofe. Se refiere a un suceso repentino y favorable que ocurre cuando todo parece perdido. El arte de no llegar a todo es, definitivamente, una eucatástrofe.