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El desarrollo humano, en la encrucijada

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La disyuntiva sobre el apoyo o no al desarrollo humano no es nueva. Ya hemos estado aquí. El fin de las dos grandes guerras del siglo XX planteó el mismo dilema: ¿cuál es la actitud adecuada con respecto al desarrollo de las naciones? La respuesta dada en cada momento desencadenó procesos radicalmente distintos.
Es un principio básico de la solidaridad el deseo de que todos los pueblos mejoren sus condiciones de vida y sean dueños de su destino. Pero eso no significa que no nos haya costado aprenderlo. El fin de la Primera Guerra Mundial significó un manifiesto acto de insolidaridad contra el enemigo vencido al imponerle unas cargas económicas muy difíciles de cumplir, y la respuesta no se hizo esperar. Alemania se rearmó en un contexto de rencor que llevó a la Segunda Guerra Mundial y sus setenta millones de muertos. Este fue el precio que pagamos para aprender e interiorizar, por lo menos durante varias décadas, que el bien ajeno no solo es un bien ajeno: es un bien del que todos —también nosotros— nos hemos beneficiado.
La manera de materializar ese deseo del desarrollo humano, sin embargo, varía no solo en función del protagonismo que otorguemos a cada persona y cada pueblo en la configuración de su destino, sino también del entorno geopolítico y de diversas circunstancias que no siempre está en nuestra mano modificar. Así, el final de la Segunda Guerra Mundial generó un escenario favorable para revisar el modo de entender las relaciones entre países. Se crearon en esa década de los años cuarenta una concatenación de instituciones multilaterales pensadas para lograr una prosperidad común: la Organización de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, por ejemplo. ¿En qué medida sigue vigente, hoy en día, este proyecto?
Tanto los seres humanos como los pueblos son los primeros responsables de su propio desarrollo y, sobre la base del reconocimiento de ciertos derechos de propiedad, la palanca principal para impulsar ese desarrollo es el trabajo. A su vez, el trabajo es motor de desarrollo tanto en el plano personal como en el social; en sentido económico —como factor de producción—, y también ético —como fuente de autorrespeto y manera práctica de canalizar la personal contribución al bien común—.
Reparar en las dimensiones éticas del trabajo pone de relieve que el florecimiento humano comprende más perspectivas que el mero crecimiento económico. Por deseable que resulte desde un punto de vista macroeconómico, la productividad no garantiza el desarrollo. Basta pensar, a modo de ejemplo, en la primera revolución industrial: a pesar de los notables avances tecnológicos y económicos alcanzados, las condiciones laborales infrahumanas padecidas por gran parte de la población hacen que resulte cuestionable calificar dicho «progreso» de verdaderamente humano. Para lograr un desarrollo humano es preciso tener prioridades claras, que siempre exceden a la economía.
En cualquier caso, nadie discute que mejorar las condiciones de vida de los suyos, —también el crecimiento económico— constituye uno de los objetivos de cualquier persona y de todo Gobierno responsable. Para lograrlo —y con independencia de las diferencias entre culturas—, es patente que diversos factores condicionan la productividad de una economía. Además de los recursos naturales, circunstancias como la salud y la educación, así como la tecnología y calidad de las infraestructuras, resultan determinantes. También lo son la estabilidad y fiabilidad de las instituciones, que influyen en el acceso a los mercados internacionales —también los financieros—, de los que dependen en gran medida las posibilidades de desarrollo de cada nación.
Por lo tanto, la mejora de algunos sectores esenciales —educación, salud e infraestructuras— es una clave que contribuye al estímulo de la productividad y al crecimiento de las economías menos favorecidas. En 1944, tras la conferencia de Bretton Woods, se cimentó un sistema de financiación multilateral, encaminado a facilitar el acceso de aquellas economías a fondos con los que pudieran formar profesores, construir carreteras o combatir enfermedades. La concesión de préstamos sufragados por estas instituciones crediticias requería, no obstante, de algunas garantías: plazos de devolución razonables y ciertas condiciones sustantivas, cambios en la armazón política o económica de esos países. En efecto, las ayudas financieras no bastan: las naciones receptoras deben responder con buenas prácticas de gobierno, evitando la corrupción y promoviendo regulaciones y políticas efectivas.
Pero algo no ha funcionado, y desde hace ya más de una década se habla de la necesidad de reformar la arquitectura financiera internacional. Un síntoma elocuente de la crisis de este sistema es que los países en vías de desarrollo están recurriendo a China para sufragar sus gastos. ¿Qué ha pasado? Ni el Banco Mundial ni el FMI han sabido amoldarse a un nuevo contexto geopolítico. Por su posición dominante en 1944, Estados Unidos lideró los instrumentos de ayuda internacional. Siquiera por razones de localización —ambas sedes se encuentran en Washington—, estas instituciones siempre han acusado una influencia desmedida de este país. Ocho décadas después, China se ha convertido en una verdadera alternativa de financiación. Hemos tardado demasiado en darnos cuenta; peor aún: seguimos sin adaptarnos a la realidad.
Que el gigante asiático ostenta un poder hegemónico mundial es un hecho indiscutible. Lo que no está tan claro —y es aquí donde Occidente, en particular Europa, se juega su futuro— es qué camino queremos tomar ante esta encrucijada. Podemos hacer memoria de las dos grandes guerras del siglo XX y recapitular lo aprendido: que merece la pena trabajar por la paz y esforzarse por construir un mundo unido; que es posible adherirse al principio básico de solidaridad, cooperar en el desarrollo de otros países y facilitar su acceso a los mercados internacionales.
Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, parece seguir otro camino. Con su política arancelaria, manifestación de su propósito de poner a América en primer término, el mandatario ha subrayado su preferencia por negociaciones bilaterales frente al libre comercio. Así, no solo debilita el multilateralismo y la solidaridad que lo inspiraba; el ostentoso proceder de Trump sienta un precedente para que cada nación busque su propio interés. De este modo, se desmarca de la visión de las relaciones económicas en la que todos ganan, y entra en batalla indirecta con China, como ocurrió con Alemania tras la Gran Guerra. En la escena geopolítica actual, aquellos Estados que disponen de recursos energéticos o de tierras raras juegan sus cartas con Estados Unidos y obtienen determinadas ventajas. ¿Qué hará el resto?
La ruta de Trump abandona el orden internacional para volver a otro basado en alianzas estratégicas, como en el periodo de entreguerras. El desarrollo de cada país dependerá, así, de la habilidad negociadora de sus dirigentes, siempre bajo el influjo de alguna de las economías más grandes.
Sin duda, el viejo orden no era perfecto: las naciones más poderosas jugaban con ventaja. Sin embargo, ahora estamos ante algo más que un simple cambio de modelo. Aunque la práctica económica y política siempre se encontró lejos de alcanzar el ideal de una federación de naciones soberanas con los mismos derechos en los foros internacionales, el ideal cooperativo que regía sus relaciones permitía abordar la cuestión, cada vez más apremiante, de los bienes comunes, de los que depende a largo plazo el desarrollo de todos. Trump ya ha dejado claro que, en la batalla con China por la hegemonía económica y tecnológica, esos bienes comunes a él le interesan poco. Los efectos del cambio climático sobre los países en vías de desarrollo no le conmueven; le conviene más apaciguar conflictos bélicos, sobre todo si posicionándose como mediador consigue tierras raras. Naturalmente, la visión de los países afectados, y más en África, es otra. Pero su poder negociador es más limitado.
Esa es, pues, la ruta escogida por Trump. Un camino de polarización global que conduce de manera inexorable hacia un descuido de bienes comunes y un conflicto que sería deseable evitar.
Europa está a tiempo de elegir su propio destino desmarcándose de una visión beligerante del mundo en la que Estados Unidos va first. La adhesión al principio de solidaridad global es todavía posible. Implica aceptar la realidad geopolítica de China y explorar formas de construir lazos con actores diferentes. Algo que en absoluto significa plegarse de manera sumisa ante Xi Jinping. Esta encrucijada, más bien, debería llevarnos a repensar una estrategia de convivencia pacífica, a la par que asertiva, que permita proteger bienes comunes para toda la humanidad. Esto fue lo que hicimos en 1945, tras mucho sufrimiento. ¿Por qué no hacer memoria?
Los tiempos llaman a la reflexión. Es responsabilidad de esta generación considerar los bienes que están en juego sin dejarse engañar por el ruido, que muchas veces oculta, más que aclara, la dinámica real de los acontecimientos.
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