Ilustración: Constanza Rosell

Pasiones incontroladas, experiencias sin misterio, amores fugaces y adrenalina. La cultura de la seducción ha impulsado un mercado de placeres sofisticados de constante reclamo. Sin embargo, nunca como antes vivimos en un estado de insatisfacción continua. ¿Es posible integrar el deseo? Para ello, primero habrá que descubrir su significado genuino y desarrollar el arte de amar.

Basta asomarse a la librería del barrio para observar el interés creciente que tiene el estoicismo. No solo se vuelven populares ciertos manuales de autoayuda y recetarios de vida, sino que aumentan los lectores de autores clásicos como Marco Aurelio, Séneca y Epicteto. Quizás hoy, como en tiempos del Imperio Romano, nos encontramos con una civilización que ofrece gran variedad de placeres y medios de entretenimiento pero conduce a una insatisfacción crónica. No hallamos respuestas a los deseos profundos del ser humano en los restaurantes, gimnasios y series de televisión. Rodeados de posibilidades divertidas, a menudo nos vemos sin rumbo.

Cualquier ciudadano de las sociedades desarrolladas occidentales vive bastante mejor que un príncipe del pasado. Poder darse una ducha por las mañanas y tomar un café caliente es un auténtico lujo en la historia de la humanidad, apto solo para unos pocos privilegiados que han nacido en las sociedades avanzadas del siglo XXI. No digamos poder conducir un coche o pasar las vacaciones en la playa. Durante siglos, hemos tratado de hacer frente a las dificultades de la vida, hasta que la tecnología y la ciencia han permitido no solo la satisfacción de las necesidades más básicas, sino la creación de un mundo de entretenimiento. Ahora bien, resulta cada vez más patente que la cultura del capital ha generado una estructura de satisfacción de los deseos que, sin embargo, conduce a la completa insatisfacción de los individuos. 

LOS ARQUITECTOS DEL DESEO: DE DICHTER A MARCUSE

Desde que los medios de producción lo han hecho posible, el cultivo del deseo se ha planteado de una manera estratégica, pragmática, un engranaje perfecto de publicidad, creación de necesidades y diseño de productos de consumo. Aun así, ¿hasta qué punto la táctica ha sido la adecuada? Imaginaba Ernst Dichter, célebre publicista austriaco-estadounidense que aplicó el psicoanálisis a las campañas publicitarias, que, si podíamos conocer los resortes inconscientes del deseo, podríamos satisfacer nuestras necesidades vitales y construir un cielo en la tierra. Como explica en The Strategy of Desire: «El hecho de que la propia palabra deseo se haya teñido de inmoralidad es una de las enfermedades que la humanidad aún no ha erradicado. En lugar de prohibir el deseo, lo que sería prohibir la vida misma, es necesario establecer un objetivo de crecimiento, de seguridad dinámica y de descontento constructivo; y luego aprender y utilizar las técnicas implícitas en la estrategia del deseo».

LA SEDUCCIÓN SE HA AMPLIADO MUCHO MÁS ALLÁ DEL ENCUENTRO ERÓTICO, AHORA SE TRATA DE SEDUCIR AL INDIVIDUO MEDIANTE OBJETOS DE CONSUMO Y OBLIGARLE TAMBIÉN A QUE SE MUESTRE SEDUCTIVO.

Dichter escribía a comienzos de los años 60 en el contexto de la sociedad americana, para su gusto todavía demasiado puritana. La austeridad y sobriedad, que habían sido los valores tradicionales, propios de la generación que había vivido la Segunda Guerra Mundial, debían ser reemplazados por la libre satisfacción de los deseos, que aceleraría el consumo y admitiría mayor crecimiento económico. 

El otro punto de inflexión que explica nuestra civilización del deseo lo encontramos en los cambios sucedidos a partir de Mayo del 68. En este caso, fue el pensamiento de una izquierda distinta al comunismo la que estimuló la revolución silenciosa. Herbert Marcuse, desde una posición que combinaba la teoría de Freud con el marxismo, se mostraba especialmente optimista respecto a la sociedad no represiva del futuro, idea que desarrolló en su libro Eros y civilización. Hasta ahora, pensaba Marcuse, hemos vivido en una sociedad represiva de los impulsos para garantizar la supervivencia pero ¿y si esto ya no fuese preciso? ¿Y si la sociedad de consumo permitiera una civilización no represiva, en la que tengamos garantizadas las necesidades vitales y no sea indispensable la represión? Entonces, podríamos desarrollar nuestro placer sin restricciones, como un puro juego en el que se fusionasen el trabajo, el ocio y la diversión. La idea tendría amplias resonancias en las revoluciones de Mayo del 68 y la posterior transformación de las sociedades occidentales. 

Tanto Dichter como Marcuse fueron profetas de su tiempo. Los dos alimentaron la esperanza del paraíso en la tierra mediante el cultivo del deseo. El primero, como publicista y diseñador de campañas de marketing, veía que el capitalismo triunfaría a través del dominio de los deseos inconscientes de los individuos. Marcuse, por su parte, atisbaba una sociedad no represiva apoyada en el desarrollo tecnológico, lo que facilitaría un hedonismo libertario. En buena medida, estas dos estrategias han sido la tendencia en las sociedades occidentales en las últimas seis décadas.

LA CULTURA DE LA SEDUCCIÓN

La civilización del deseo capitalista se ha desarrollado como una cultura de la seducción. Las sociedades siempre han manejado códigos para avivar el deseo (fiestas, vestidos, rituales, bailes, etc.). Lo curioso ahora es que la seducción se ha ampliado mucho más allá del encuentro erótico, ahora se trata de seducir al individuo mediante objetos de consumo y obligarle también a que se muestre seductivo en todas sus facetas vitales: «El consumidor se ha convertido en el sujeto más cortejado del planeta: ningún hombre ni ninguna mujer ha estado nunca tan solicitado en esta tierra», escribe Gilles Lipovetsky en Gustar y emocionar. La estrategia consigue el reclamo continuo de los individuos. El valor que anima la cultura se vuelve entonces el ideal del bienestar constante, sin que haya ningún valor espiritual o trascendente que pueda animar la vida de la civilización. Tampoco se da ya un poder rígido, sino un soft power que busca alimentar la sociedad del consumo a través del estímulo del deseo primario. En palabras de Zygmunt Bauman: «La sociedad de consumo medra en tanto y en cuanto logre que la no satisfacción de sus miembros (lo que en sus propios términos implica la infelicidad) sea perpetua».

En medio de esta vorágine de estímulos y oferta de placeres, es preciso dar con alguna solución práctica, siquiera para quien desee escapar de la dinámica imperante. Buena parte del problema reside en pensar que el deseo es un mero impulso arbitrario, algo que se deba satisfacer porque sí. En realidad, todo deseo tiene una génesis, su propia historia, y, a menudo, en su comprensión narrativa podemos situarlos en nuestra propia vida e incluso se atemperan o desaparecen. La pregunta fundamental es, por tanto, ¿por qué deseo lo que deseo? ¿Qué motiva ese deseo? ¿Cuál es el sentimiento de carencia que conlleva? Porque a veces se puede remediar la carencia por vías mejores que la pura satisfacción de un apetito puntual. La civilización del deseo consumista se ha erigido sobre la premisa de que hay que responder de manera inmediata a los apetitos, pero con frecuencia esos deseos revelan vacíos que es mejor solventar por vías más inteligentes que la satisfacción de un impulso. En las escuelas de la Antigüedad encontramos así respuestas para integrar el deseo, y quisiera detenerme a examinar la estrategia estoica, la purificación platónica y el arte de amar agustiniano.

TRES ENFOQUES SOBRE EL DESEO

«No exijas que las cosas sucedan tal como lo deseas. Procura desearlas tal como suceden y todo ocurrirá según tus deseos», afirma Epicteto, en Enquiridión. La estrategia estoica reside en mantener la libertad frente a lo que no depende de nosotros. Epicteto sabía de lo que hablaba, ya que había saboreado en primera personal el dolor y la falta de libertad exterior. Esclavo en Roma, había padecido el castigo de su amo hasta quedar cojo de una pierna. Con todo, desarrolla un manual de vida estoica que sería muy popular en la época. La clave reside, precisamente, en el control del deseo para mantener la libertad interior. Eso se logra mediante un correcto discernimiento del objeto de nuestros deseos. «Si deseas que tus hijos, tu esposa o tus amigos vivan por siempre, eres un estúpido ya que pretendes controlar cosas que no puedes y deseas cosas que pertenecen a otros. […] Pero si quieres que tus deseos no se vean frustrados, eso depende de ti. Ejercita por lo tanto aquello que está bajo tu control», declara en sus discursos. Desear que suceda algo imposible es solo fuente de frustración. Si consideramos el valor real de las cosas, entonces muchos de nuestros deseos se pueden ver atemperados. El ideal estoico es el del ser humano libre interiormente, en paz con el cosmos y consigo mismo ya que cumple su rol en el mundo y asume sus limitaciones. 

BUENA PARTE DEL PROBLEMA RESIDE EN PENSAR QUE EL DESEO ES UN MERO IMPULSO ARBITRARIO, ALGO QUE SE DEBA SATISFACER PORQUE SÍ.

Eso sí, si de algo adolece el estoicismo es del papel del amor. Mantenerse libre frente a los deseos puede llevar a vivir en calma, pero poco satisfecho. Platón, por el contrario, había situado el amor eros como el verdadero motor de la vida en el Banquete y en el Fedro. Aunque el amor como deseo de belleza tiene su origen en lo sensible, aspira a una belleza completa que colme, de tipo espiritual. «Quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta sucesión, descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza», escribe en el Banquete. El deseo erótico, advierte Platón, supone la apreciación de un valor ideal que nos sobrecoge. Vemos algo superior en la belleza que nos saca de nosotros mismos y nos impulsa a mejorarnos. Por eso, si eros es purificado, alcanza su objeto adecuado, según explica en el Fedro: «Si vence la mejor parte de la mente, que conduce a una vida ordenada y a la filosofía, transcurre la existencia en felicidad y concordia, dueños de sí mismos, llenos de mesura, subyugando lo que engendra la maldad en el alma, y dejando en libertad a aquello en lo que lo excelente habita». Platón propone así un arte de la purificación, para que el deseo de belleza llegue a su auténtico fin: la contemplación del bien y la armonía.

Sin embargo, quien sitúa el amor como centro de la persona es Agustín de Hipona. A diferencia de lo que pensaban los estoicos, Agustín cuenta con que el ser humano no es autosuficiente y desea siempre algo externo a él, la cuestión de quién sea cada ser humano solo es resoluble por medio del objeto de su deseo, y no por la suspensión del impulso desiderativo. El deseo no incapacita mi libertad interior, sino que posibilita poder salir fuera de mí para llenarme de algo que me colme. Quien no ama no desea en absoluto, y, por lo tanto, en rigor no es nadie. Para Agustín el amor no es solo deseo, sino también acción que supone entrega, negación de uno mismo, y a la vez ganancia del otro: en suma, amor como experiencia del otro en la que se comparte la propia vida. Por eso mismo, el amor engloba todo lo profundo del ser humano: memoria, afecto, voluntad. «Mi amor es mi peso, él me lleva adonde soy llevado», escribe en el libro XIII de sus Confesiones.

Quizás quien haya subrayado esta idea de un modo explícito en el siglo XX ha sido Erich Fromm en su célebre obra El arte de amar. Distante y crítico con la idea de una sociedad no represiva de Marcuse, Fromm sostiene que el gran problema en el amor es que la gente piensa que es una cuestión de encontrar un objeto que nos satisfaga, cuando, en realidad, la clave está en el desarrollo de una función (ser capaz de amar). Imaginamos que tiene que haber por ahí una especie de media naranja que nos comprenderá a la perfección y con quien vamos a congeniar, pero lo cierto es que esa persona no existe, y si existe, debemos estar preparados para poder cultivar el amor como hábito y entregarnos a ella.

EL ARTE DE AMAR

Una cosa es enamorarse y otra permanecer enamorado. Para enamorarse, basta que el objeto suscite el deseo; para permanecer enamorado, hay que cultivar un arte de amar que propicia encauzar el deseo por otros derroteros. Es muy distinta la emoción de quien empieza a aprender violín porque ha visto a un amigo suyo tocarlo y ha quedado prendado del instrumento, de la emoción que experimenta quien domina el arte del violín y lo hace con sumo gusto. El amor es la forma de colmar el deseo de unión, de no-separación, pero el amor implica trabajo, cuidado: se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja por lo que se ama. El amor es fundamentalmente un arte que se tiene que practicar y que conlleva perfeccionamiento. La solución al problema del deseo no está en el objeto que se busca, sino en la disposición que se cultiva. Mi deseo de amor no se verá colmado cuando aparezca la persona que necesito, sino cuando logre establecer en mí una disposición que me permita amar de verdad a las personas. Porque entonces seré capaz de establecer una comunión con otros aunque ellos no sean perfectos.

LA SOLUCIÓN AL PROBLEMA DEL DESEO NO ESTÁ EN EL OBJETO QUE SE BUSCA, SINO EN LA DISPOSICIÓN QUE SE CULTIVA.

El arte de amar consigue así generar ciertas disposiciones que colman nuestro anhelo de no-soledad, probablemente el deseo más profundo del corazón humano. Los deseos se pueden entender como motivaciones que hunden sus raíces en aquello que llevo en el corazón: mi memoria, mi interpretación de la realidad, mis anhelos. Ahora bien, ¿qué es el corazón? La palabra corazón resulta ambigua desde muchos puntos de vista (entre otras razones, porque se refiere a un órgano físico), pero señala el núcleo de la persona, la raíz de la afectividad, un centro respecto al cual los objetos, las personas, las situaciones nos afectan y nos sentimos en relación con lo que pasa en el mundo. 

Ilustración: Constanza Rosell

El corazón no es solo la capacidad de sentir, o la expresión de los sentimientos. Es el yo más íntimo del ser humano: lo que hemos vivido, los sucesos que han marcado nuestra vida, quiénes somos. En él hay un sentir (nos experimentamos en relación a lo que ocurre a nuestro alrededor), una memoria (no como pura acumulación de datos, sino un relato en el que los hechos se integran, una interpretación de las vivencias), y un querer (dirigimos nuestra voluntad hacia algo). El corazón humano vive en la carencia, y la experimenta de continuo. Lo que anhela nuestro corazón es sentirse pleno, pero muchas veces no lo consigue. Poner orden en el corazón consistirá, en primer lugar, en establecer una interpretación positiva de quién soy. Esto solo es posible en la medida en que experimento un amor incondicional desde el cual puedo interpretarme.

HACIA UNA TERAPIA DEL DESEO

Mi amigo Hércules ha cruzado la treintena y empieza a pensar que convendría un cambio en su vida. Aunque es un joven apuesto, fuerte y adinerado, no está del todo contento. Se ha acostumbrado a comer y beber bien, a tener ropa cara y tecnología de última generación. Le gusta que le vean en el trabajo como un triunfador, y ya está a punto de comprarse el coche más nuevo del mercado para lucirse por la gran ciudad. Hércules a veces piensa que encarna a la perfección el prototipo de tipo moderno y cool que ve en las series de televisión. Por otro lado, aunque no es un adicto a la pornografía, le resulta muy difícil abandonar ciertos hábitos. También le tira bastante salir de fiesta y tener algún ligue de fin de semana, así se puede desinhibir de las obligaciones de la semana y sentirse acompañado. Luego lo piensa el domingo por la tarde y se siente solo e insatisfecho, pero le cuesta mucho no dejarse llevar por sus deseos el fin de semana. Quizás, en el fondo, bajo esa capa de héroe libertario, es un esclavo de sus impulsos. Aunque le gustaría tener un control racional sobre sus deseos, se inclina por creer que eso es algo imposible, solo apto para gente de la Edad Media. En un mundo donde estamos de forma constante expuestos a buscar experiencias que nos saquen de lo cotidiano, lo que se vuelve insoportable es precisamente lo cotidiano.

HAY QUE EXAMINAR NUESTROS DESEOS Y ENTENDER POR QUÉ DESEAMOS LO QUE DESEAMOS, DESCUBRIR EL VACÍO QUE ESTÁ EN SU RAÍZ.

Hércules podría probar con una terapia del deseo que puede resumirse en tres ideas fundamentales. La primera es que nuestros deseos se fundamentan en nuestras carencias. Y la mejor manera de paliarlas no es con una satisfacción momentánea, como nos presenta la sociedad de consumo, sino mediante hábitos que permitan desarrollarnos con plenitud. Para eso hay que examinar nuestros deseos y entender por qué deseamos lo que deseamos, descubrir el vacío que está en su raíz. Tal vez Hércules desee coches caros o éxitos profesionales para sentirse afirmado en algo. Este deseo no se ve colmado en nuestra vida corriente y pensamos que alcanzando una determinada posición social seremos, por fin, alguien. Pero puede que en realidad sea más interesante buscar la afirmación en las actividades que realizamos por otros, alentados por el sentimiento de comunidad, que en la búsqueda narcisista de propia afirmación (que posiblemente será frustrante a la larga). 

Hércules ha basado su vida en lo que esta le ofrece, con todos sus reclamos seductores, y tiene que darse cuenta de que lo interesante es lo que él puede ofrecer a la vida, a su comunidad. Tratar de solucionar el problema de la soledad mediante sucedáneos no conduce a nada. Detectar las carencias de fondo es una manera de entender nuestros deseos y quizás replantearse cómo conseguir paliarlas del mejor modo posible. Los deseos de no-soledad, de afirmación y de sentido encuentran su óptima satisfacción en el amor, entendido como un arte que nos abre al mundo. 

La segunda idea es que en ocasiones no podemos controlar nuestros deseos de modo directo, pero sí los estímulos. Para que haya deseo, tiene que haber algo que lo provoque, una sensación o pensamiento, algo que estimule la memoria y la fantasía. En la medida en que nos sometemos a menos estímulos, nuestros deseos también serán más moderados. Hércules a lo mejor podría moderar su uso del smartphone, la música que escucha sin pausa, todo aquello que le impide encontrar silencio interior. Si reduce el ruido que llena su mente y no tiene siempre un reclamo, podrá comenzar a ser dueño de su vida.

En tercer lugar, como bien apuntaban los estoicos, muchas veces nuestros deseos se ven apaciguados cuando valoramos de forma adecuada el objeto del deseo. Por ejemplo, cuando Hércules desea comprar un móvil de última generación, si se da cuenta de que es un objeto destinado a caducar, su deseo se puede ver algo aquietado, ya que lo considera en su justa medida. En este sentido, considerar el posible fracaso del deseo y asumirlo me ayuda a no frustrarme si no se ve colmado. Imaginemos que quiero viajar a un país exótico: en la medida en que valoro el objeto del deseo y considero que es algo que puede salir mal (retrasos en el vuelo, mal tiempo, precios caros, comida mala…), a partir de ahí, si las cosas van bien, será porque es un regalo que me ofrece la vida. Si mis expectativas son bajas, todo aporta, ya que viviré siempre más de lo que espero, y quizás disfrutaré de cosas que antes pasaba por alto. 

EN LA MEDIDA EN QUE NOS SOMETEMOS A MENOS ESTÍMULOS, NUESTROS DESEOS TAMBIÉN SERÁN MÁS MODERADOS.

La estrategia de minimización mediante este ejercicio de examen del deseo resulta muy provechosa. Lógicamente, no se trata de no desear (hemos visto que el deseo es necesario), sino de evitar frustraciones innecesarias. Vivir como si no tienes nada hace que todo sea ganancia. Entonces podrá apreciar el valor de los pequeños placeres de la vida, que son siempre un regalo. Para salir de la monotonía, no hay que huir de lo cotidiano, sino mirarlo de otro modo.

El deseo, antes que reprimirlo, hay que comprenderlo. Una vez vislumbramos sus raíces profundas, se revelan nuestras carencias existenciales más básicas: el miedo a la soledad, la ausencia de proyectos claros en nuestra vida, la incapacidad de encarnar los valores que dan sentido a lo que hacemos. Ahora bien, sin un adecuado arte de amar, nunca integraremos los deseos en un relato acorde con nuestra propia identidad. La tarea de la educación en el siglo XXI está en empezar a trabajar las disposiciones del corazón: la pregunta clave no es qué queremos saber o hacer, sino quiénes queremos ser.

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