Fotografía: Europeana en Unsplash
Al hacer clic en «Escucha esta historia» puedes disfrutar del cuento «El mar» de Medardo Fraile, narrado por Joseluís González.

Medio siglo después, un cuento puede seguir mostrando vitalidad y sugerencias. «El mar» recibió uno de los premios más relevantes de narrativa breve en la España de los setenta.

No todos los paladares ni los ojos con agudeza visual y retentiva distinguen las zamburiñas de las volandeiras. Y menos, que procedan de mar gallego o de aguas del Pacífico. Diferenciamos israelita de israelí, pero los más instruidos matizan entre sionismo, hebraísmo, judaísmo y semitismo. Cuestión de finura, de medir hasta los milímetros. La inteligente, casi invisible y oportuna finezza de seguir asombrándose. 

Tampoco eran, hasta hace unos años, en España lo mismo un banco que una caja de ahorros. Ni en sus rasgos legales, ni en su estructura, ni en su organización ni, sobre todo, sus objetivos. Es de manual que los bancos son entidades con ánimo de lucro. Las cajas de ahorros, en cambio, se guiaban por una orientación benéfica fundacional: destinaban un porcentaje de sus beneficios a obras sociales, con distintos fines. Hasta que hollaron sus moquetas los políticos con sus traspiés.

Y por insistir en más parejas de palabras, en los años setenta equivalían cuento y relato, denominaciones para la narración breve. Aunque a ciertos autores o a determinados críticos cuento les sonaba a conseja, a críos, a engaños, a ecos de antes y aleccionadores. Aunque la etimología de las dos palabras las hacía desembocar en el mismo mar, reservaban relato a historias que buscaban procedimientos nuevos, enfoques contemporáneos, más literatura que oralidad, retratos del ahora… Y, sin embargo, desde la Rusia de siglo XIX de Chéjov valen oro esas historias menos corpulentas que una novela. Poe, Maupassant, Clarín, doña Emilia Pardo Bazán, O Henry, un joven Hemingway, Flannery O’Connor, Borges el supremo, Tobias Wolff, Tim Gautreaux… Arte y contar.

«El mar» (1971), del magistral Medardo Fraile (1925-2013), es también una obra de arte. Ganó, ex aequo, con otro cuento sobresaliente, «Jonás», de Angelina Lamelas, el galardón de más realce entonces de narrativa breve en lengua española. Se dio una circunstancia peculiar para que empataran a votos: cayó enfermo uno de los miembros del jurado, y su presidente tuvo el acierto de dejar equilibrada la balanza y mantener «en pie de igualdad» el resultado y duplicar la cuantía del premio. Porque la Confederación Española de Cajas de Ahorros destinó una esquinita de sus beneficios a convocar un premio anual de cuentos bien dotado, el Hucha de Oro. Uno se podía comprar casi un piso con el montante. Aquellos dos folios o incluso cuatro mecanografiados a un espacio y por una sola cara, inéditos y que podían ir firmados con nombre y apellido a plena luz gozaban de eso tan difícil del «tema totalmente libre», «si bien —como resaltaba una cláusula en sus bases— se considerará como mérito la circunstancia de que el cuento ponga de relieve alguna virtud o un valor humano, con un sentido de ejemplaridad». 

Si he puesto atrás parejas de voces distintas para hechos bastantes parecidos —zamburiñas y volandeiras, bancos y cajas de ahorros, sionismo y semitismo— es porque, como inferirá usted en cuanto lea el original, el personaje sin nombre narrador de «El mar» sabe discernir, es observador. Repara en los periodos de las olas. Es capaz de percibir sonidos que a otros se nos escapan («El mar, más que sonar, retumbaba y apagaba las voces»). Es dueño de su memoria —nada desobediente— y parece, según inferimos, profesor, de Lengua o incluso de Lingüística, y cualquier minucia le renueva la curiosidad: incluso lee en letra mínima entre los componentes del aguarrás trementina y consulta el significado de esa palabra en tiempos sin ordenadores ni móviles. Sabe inglés, porque entiende la letra de «Strangers in the Night». A la vez es hombre práctico, resolutivo, no solo porque abre —y encima mete en la maleta de las vacaciones ese libraco grueso, ¡oh, rareza!— un bienhechor diccionario, sino que además arregla, y gratis, los desperfectos del apartamento que «Por fin» alquilaron. 

Que empiece el cuento con «Por fin alquilamos un apartamento en Costa Templada» certifica la maestría de Medardo Fraile: ahorra los preparativos que adivinamos complejos, tediosos, con dudas, esboza a los personajes… Y sin embargo es un tío normal. Corriente. Apartamento, no chalet. Costa Templada, no la Côte d’Azur.

El narrador está casado —Merche, tan distinta a él—, no hablan de hijos —quizá porque no los han tenido—, no frecuentan restaurantes —esa sobriedad gastronómica puede confirmar que sea profesor, se malicia uno— sino que compran una lechuga, un tomate y una lata de atún para cenar. Atún, no bonito

Comprobamos que el narrador, un hombre bueno y sensato, no comparte así como así las labores domésticas con su mujer. Conviene ser respetuosos con la historia y no aplicar anacronismos, como reprocharle a un Ford T de los años veinte que no tuviera airbag. Pero sí que tiene ojos para distinguir en la playa «dos humanidades: la bronceada, grasienta, sudorosa, y otra, más fina e imperceptible, de sombras azules, que parecía gobernar extrañamente todo lo demás», dos maneras de ser y de observar. Una la forman la «línea de los “humanos”, mirando al mar», que «tenía mucho que ver o nada, aunque era lo más importante que allí había». Y de noche, el espacio del mar tiene intrusos. No los honrados pescadores que faenan con sus luces minúsculas entre la llanura nocturna del agua. Más bien entrometidos atiborrados de luz como un yate —encima, mediano, sin demasiado porte— que al narrador, imaginativo y con capacidad reflexiva para relacionar, le parece «un funeral de basura», «un prostíbulo flotante» que envilece y ensombrece la silueta de la costa.

Ese presumible lingüista, docente, observador, indagador del cuento oye, «pasado el verano», trivialidades sobre las vacaciones y los ratos frente al mar o sentados en el principio de su orilla. Concluye que no entendemos humanamente nada ante ese espectáculo de grandeza en otras dimensiones. El mar se expresa con trazos mistéricos. La etimología de misterio alarga sus raíces hasta el griego μυστές [mystés], emparentado con el verbo μιο [myō], que sugería la idea de haber cerrado los labios y luego los ojos, en presencia o con la participación silente de una ceremonia de finalidad religiosa, en un ritual propio de iniciados. De quienes han dado los primeros pasos al menos en una relación o en un culto o han llegado a desentrañar una verdad que estaba con envoltorio, cubierta. De ese origen verbal derivan otras palabras, como místico o incluso una que degenera semánticamente en los engaños o en la falsificación de la verdad, mistificación, que se deja escribir hasta con equis.

Medardo Fraile, hombre de teatro, columnista y sobre todo creador de un centenar de cuentos —de los más relevantes del siglo XX en castellano de la prosa de ese tiempo— dejó España a sus cuarenta años para ejercer la docencia en el Reino Unido, de lector en la Universidad de Southampton. Se trasladó a Escocia, al campus de la Strathclyde de Glasgow, donde contrajo matrimonio con la artista plástica Janet H. Gallagher, madre de su hija Andrea.

Sus cuentos trenzan sutiles historias, donde apenas ocurre nada, si bien el lector, al desembocar en las últimas líneas, descubre una luz distinta, es consciente de una novedad. La sabiduría de un teórico de narratología como Todorov dejó claros los dos principios de lo narrativo: sucesión temporal y cambio. En una composición narrativa se acompañan: la sucesión del tiempo, sosegadamente en las piezas medardianas, y que el lector, al acabar, perciba una transformación. Los casos de cambio multiplican sus posibilidades: pasar de la desgracia a la felicidad, del contento al desamparo, de la riqueza al hundimiento; de las cadenas a la liberación. Se trata de transformaciones mitológicas, en el sentido de mitos como historia, como contenido. Contenido que cambia de signo: de lo que no era a lo que es, de lo que faltaba a lo que existe o casi abunda. Hollywood mete en sus pantallas toda la ropa de ese armario. Pero, además, quedan flotando otras transformaciones, más sutiles, como el cine de Bresson o el de Kieślowski o Terrence Malick. Se mece en la atmósfera una transformación intelectual. Relatos donde el peso del acontecimiento es menor que la percepción o del grado de conocimiento que de ese acontecimiento poseemos. Se trata de una transformación gnoseológica, de conocer, porque se pasa del no saber al saber, porque se descubre algo. El ejemplo habitual es la novela policiaca, descubrir asesinos o los móviles de un crimen. Suelen ser narraciones de búsquedas. Desenredar la verdad y descartar los hilos falsos. Exigen del lector que participe. 

No obstante, participa aún más en otro tipo de transformación: ideística, abstracta, por evitar ideológica y esquivar reflexiva. Quien lee necesita hallar relaciones entre hechos, personajes, realidades o apariencias, gestos y sutilezas de conductas, elipsis, llenar esas supresiones, unir acciones y movimientos aparentemente independientes pero que ocurren o han ocurrido.

Algo de esto va remansándose en el cuento de Medardo Fraile «El mar». Tras hechos irrelevantes como limpiar goterones de pintura reciente, arreglárselas para atornillar unos ganchos donde colgar ropa, bajar a una distante playa, ver la payasada esa del ligoteo de un bañista, buscar significado a gente tomando el sol mediterráneo, o dándose un chapuzón, comprar una lechuga y una lata de conserva y unos tomates, ver de noche, desde la terracita del apartamento, el escenario del mar e interpretar qué traen las luces que lo cruzan. Cierta incomunicación con la esposa, que no ahonda en esos hechos que se envuelven con inciertas lógicas. La narración que se deja pensar y deja al descubierto en pocos párrafos temperamentos de personas y actitudes antropológicas de unos y otros.

El propio autor y catedrático dejó, en su recopilación de artículos muy breves A media página (Huerga & Fierro, 2012) esta constatación: 

«Escribir cuentos no es solo contar una historia. Contar una historia es cosa de antes, cuando los relatos carecían de entidad y misterio, algo que toda creación literaria ambiciona y consigue pocas veces. ¿Qué es el misterio? Es lo que encuentra el lector y no lo puede explicar. El lector sabe que tal o cual relato le ha gustado y, cuando se lo cuenta a su mujer o a un amigo, estos no comprenden por qué. “¿Qué tiene esto de particular?”, le dicen. Entonces lo único que puede hacer el segundo para comprender el entusiasmo del primero es leerlo él mismo. El misterio lo traen, a veces, uno o varios ecos. En todo buen cuento deben oírse ecos, como en la vida humana hay ecos que no son aparentes, pero configuran el misterio de cada cual. Los ecos dan consistencia real a los personajes y a las situaciones en que se encuentran». 

Los ecos y sus voces. Las gentes y sus máscaras. Y las palabras siempre. Ni misterioso es lo mismo que mistérico ni el mar —o la mar— es la longitud que limitan las playas. Medardo Fraile dejó cuentos ingrávidos, sin lastres, con historias tenues que se alzaban fácil hacia el aire para dejarnos, desde esas alturas, ver y comprender, desde ahí arriba, el género ciertamente humano y cuál era de verdad la salida del laberinto. Volandeiras y cielos que no naufragan. Personas incapaces de dar la espalda al mar.

El mar

Medardo Fraile

Premio de Cuentos Hucha de Oro (1970, ex aequoCompartió premio con Angelina Lamelas Olarán, autora de «Jonás».)

Notas de Joseluís González

Por fin, alquilamos un apartamento en Costa TempladaLa Costa Templada se ubica en el litoral de Granada. La dictadura de Franco (Ley 197/1963) explotó el turismo de sol y playa en España mediante la declaración de «zonas de interés turístico nacional» e impulsó la construcción de urbanizaciones y de infraestructuras necesarias en las franjas marítimas, abiertas a visitantes extranjeros., que era uno de los nombres geográficos promovidos por el turismo de estos años.

Ella estaba contenta. Yo no estaba de mal humor, aunque un poco chinchePersona molesta, pesada, enfadada..

Resultó que el apartamento era nuevo y había aún pintura en los picaportes y en los zócalos. Lo primero que hicimos fue ir al pueblo y comprar bayetas, cepillos, detergentes y un litro de aguarrásAceite volátil de trementina, usado principalmente como disolvente de pinturas y barnices..

No había dónde colgar la ropa y, en vez de decírselo a la portera o escribirle una carta al propietario, compré unos ganchitos de metal y los atornillé por detrás en la puerta del dormitorio y en la del cuarto de baño.

Mi mujer sudaba limpiando manchas, así que le eché una mano y, en tres o cuatro días —de los quince que íbamos a pasar—, no pude coger un libro ni un papel. Al llegar, yo estaba leyendo a BallyCharles Bally (Ginebra, 1865-1947) fue un lingüista suizo, de lengua francesa, y sucesor de la cátedra de Ferdinand de Saussure, cuyos apuntes editó. En su edición de Cuentos de verdad de Medardo Fraile (Cátedra, 2000, 283), M.ª Pilar Palomo identifica su Lingüística general y lingüística francesa (1932) como ensayo que lee el narrador de este cuento. y todo eso que dice sobre la sustantivación del adjetivo, que tanto me gusta.

El aguarrás me parecía algo tan milagroso que abrí la maleta y miré su nombre en el Diccionario. Resultó ser esencia de trementina, y la trementina, una resina semifluida que exudan los pinos, abetos, alerces y terebintos. Esto último me pareció sano y veraniego, y me gustó.

Casi a diario echábamos cosas de menos en el apartamento; la mesilla de noche y las sillas cojeaban hasta hacerle a uno pensar a veces que faltaba una pata, pero el mar estaba ahí —desde la terraza lo veíamos—, y fuimos al mar desde el segundo día.

Para ir al mar teníamos que pasar junto a un supermercado y un «camping» que dirigía un belga. Después subíamos una cuesta llena de polvo; luego bajábamos otra y ya estábamos —hacia la una y cuarto— en una playa en la que se distinguían, enseguida, tres líneas: la movible del agua, la oscura de la arena mojada y la de sombrillas y toldos con personas debajo y alrededor, muchos sentados y todos mirando al mar.

El sol parecía levantar humo, y al quitarme las sandalias, tuve que ir, rápido, hacia una arena con sombra para no abrasarme los pies. Mi mujer, menos sensitiva, más sufrida o indiferente, me siguió.

De la bolsa que ella llevaba sacó un tubo grande de NiveaNivea, centenario producto de cosmética, fue la primera crema hidratante inventada. El envase más célebre fue una caja metálica redonda azul. El tubo amarillo debió de comercializarse en los años sesenta. —amarillenta, especial contra las quemaduras del sol—, y empezó a untarme en la espalda. Al contacto de sus dedos sentí entumecimiento y cansancio; bostecé y empecé a aburrirme.

Luego me dijo:

Yo lo hice, aburrido.

En la playa se veían dos humanidades: la bronceada, grasienta, sudorosa, y otra, más fina e imperceptible, de sombras azules, que parecía gobernar extrañamente todo lo demás.

El mar, más que sonar, retumbaba y apagaba las voces.

Cuando le ponía a Merche la Nivea apareció un tábano terco en picarme, azul, fuerte y a todo gas sus motores. Me costó trabajo ahuyentarlo, porque era incisivo y rápido como una burla.

A unos metros de nosotros había un hombrecillo en forma que hablaba francés con dos muchachas tumbadas y, a intervalos, silbaba «Extraños en la noche»«Strangers in the Night» («Extraños en la noche») es una canción de 1966 compuesta por el croata Ivo Robic y después adaptada por Bert Kaempfert con letra de Charles Singleton y Eddie Snyder, que acabó popularizando Frank Sinatra, que reescribió el texto., o lo cantaba en inglés.

La noche, cualquier noche, no tenía nada que ver, desde luego, con aquel mediodía apabullante1. Que confunde a alguien, intimidándolo, haciendo exhibición de fuerza o superioridad. 2. Que abruma (produciendo asombro). que pesaba en las espaldas y parecía subir abrasando por los pies arriba. O quizá sí; quizá el sol fuera también como una noche, que embotabaDebilitar o hacer menos activo y eficaz algo., cegaba y nos hacía extraños «exchanging glances» y «wandering in the night»Pueden traducirse por «intercambiando miradas» y «vagando en la noche»., como decía el francesito.

Y alcé los brazos y sentí que me desinflaba de cansancio.

Y eché una carrerita. Y las chinasPiedra pequeña y a veces redondeada. se me clavaban en los pies. Y, luego, al volver andando, sentía una tensión penosa por las ingles.

Después nos bañamos. Merche se metió en el agua enseguida; yo lo pensé un rato. El agua resultaba fría al entrar y, luego, dentro, nunca llegó a templada. Nadamos un rato; nos sonreíamos. Mirábamos y éramos mirados, con impunidad y fijeza, por otras cabezas que salían del agua.

Merche dijo:

No le contesté.

Me salí antes que ella y di otra carrera, menos penosa ahora, por la arena mojada.

Merche seguía en el agua como si no pensara salir nunca, y yo me senté poniéndome en línea con los «humanos», mirando al mar.

El mar tenía mucho que ver o nada, aunque era lo más importante que allí había. Yo no me hubiera puesto a contemplar la línea humana, ni el quiosco de «refrescos, bebidas y bocadillos», de espaldas al mar, ni, más lejos, las colinas, pegajosas de neblina al sol.

No. Había que mirar al mar, y no porque Merche siguiera allí, sino porque éramos odresCuero que, convenientemente cosido y empegado, sirve para contener líquidos. hipnotizados por él, porque se movía, hablaba y era inmenso.

Estuve fijándome un buen rato en las olas y nunca eran iguales, y esto me produjo desconfianza, inquietud. Se habla de la monotonía del mar, como se habla de la monotonía de cualquier cosa que no se observa con detenimiento.

Las olas no eran iguales, aunque quizá se repitieran en ciclos parecidos. El significado de la ola no pasaba de ser un balbuceo mistéricoPerteneciente o relativo al misterio o a los misterios, especialmente a las ceremonias secretas de culto de algunas divinidades. bastante cómodo. Pero el mar parecía expresarse con formas superiores a la ola, párrafos y discursos ininteligibles, tan ricos en modos y formas como en hondura y peces. Por otra parte, yo no entendía nada.

Caí en la cuenta de que, si hubiera comprendido algo, quizá hubiera aplaudido, quizá hubieran aplaudido todos los que, sentados, miraban al mar; los que, de pie, miraban al mar, o los que, tumbados, esperaban una frase grandiosa o un latiguillo aceptable para incorporarse y aplaudir.

Merche salió del agua y yo sentía casi fiebre.

Cuando se secó, emprendimos la vuelta al apartamento.

Le pregunté a Merche:

Al pasar por el supermercado, Merche compró una lechuga bien fresca, aceitunas, un tomate hermoso y una lata de atún.

En la terraza, por las noches, nos sentábamos mirando al mar. Les echábamos una ojeada a las montañas, a la carretera y a las casas de la Urbanización Costa Templada, ocupadas casi todas por franceses y belgas. Pero nuestras hamacas estaban siempre de cara al mar.

Alguna noche vimos trainerasDicho de una barca: que pesca con traína o traíña (un tipo de red). Embarcación de remo con la que se hacen competiciones deportivas., con sus potentes lámparas acosadas de sombra, cautelosas y entregadas sobre el lomo del agua, robando naderías al gigante dormido. Una noche vimos pasar, lento y abarrotado de luces, un barco mediano.

Mientras pasaba, me pareció un funeral de basura que iba costeando; un prostíbulo flotante con luces amarillas. Iba presuntuoso y solemne con pasitos tontainas o beodos.

Hablábamos del mar entonces entre nosotros y, pasado el verano, con los demás. «¿Cómo está hoy el mar?», «Hemos ido al mar», «Nos hemos bañado en el mar», «El mar estaba tranquilo», «¿En qué mar?», «En el Mediterráneo», «El agua estaba buena», «El agua estaba fría, al principio», «Las olas eran muy grandes...».

Y así seguíamos entonces, y ahora, sin entender ni decir nada.

Quizá lo cómodo sea hablar de la playa. Sólo eso: la playa. Yo fui a bañarme siempre con vergüenza y a remolque, disimulando por Merche. Porque yo olía otra cosa además del mar. Olía un secreto más claro que el agua; un secreto que no desvelaría jamás, aunque viviera siglos, y que quizá mi cabeza no pudiera penetrar tampoco.

Y un par de veces en esos días, sin que lo notara nadie, me senté de espaldas para calmar la angustia. Pero no quise hacerlo más, por si Merche venía a decirme:

Porque ella pensaría que estaba en la playa. Pero la playa estaba en el mar...

Nota sobre el autor: Doctor en Letras por la Universidad de Madrid en 1968, el escritor Medardo Fraile (1925-2013) se dedicó profesionalmente a la docencia, actividad que compaginó con la de narrador de cuentos y articulista y, antes, autor teatral. Desde 1967 vivió en Escocia, y fue profesor de Español en varias universidades británicas. En la Universidad de Strathclyde (Glasgow) llegó a ser catedrático.

Publicamos esta edición anotada de «El mar» por cortesía de los herederos de Medardo Fraile.

 

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