El tiempo interior de la Navidad

28 de noviembre de 2025 3 minutos

Daniel Capó Biografía

Daniel Capó (Mallorca, 1973) es ensayista y editor. Se graduó en Derecho por la Universidad de Navarra en 1996. Sus columnas de opinión aparecen semanalmente en The Objective y en los periódicos del grupo Prensa Ibérica. También ejerce de crítico literario en La Lectura de El Mundo. Desde su fundación forma parte del Consejo Asesor de la editorial Libros del Asteroide


«Asomarnos al origen nos permite comprender también algo esencial sobre la condición humana. Descubrimos que en la Navidad no retornamos a la infancia —nunca se regresa del todo al pasado—, sino que estamos llamados a ser hijos»

Cuando se acerca la Navidad, me gusta regresar a los orígenes. A partir de una edad, es la melancolía por la infancia ya lejana la que acude en primer lugar. También el dolor por la pérdida de los seres queridos. La Navidad, sin embargo, nos ofrece una arquitectura de la intimidad, una sucesión de ritos familiares que preservan nuestra inocencia como en un tiempo suspendido. Su gran don consiste en unir la experiencia temprana de felicidad con la esperanza.

T.S. Eliot, quizás el mayor poeta anglosajón del siglo XX, subrayó esta misma idea en el verso con que se abre «East Coker», el segundo de sus Cuatro cuartetos. Son palabras lapidarias: «En mi principio está mi fin». Se trata de una verdad perturbadora. O al menos así la interpreto yo: si queremos conocer nuestro destino, conviene que nos asomemos a nuestros inicios. No, desde luego, como una carga freudiana ni como una inevitable retahíla de traumas. Bien al contrario, el origen contiene la promesa de un nuevo comienzo. A través de su sabia liturgia, el Adviento y la Navidad nos lo recuerdan con el afecto y la delicadeza propios de los grandes relatos.

En casa, estas fiestas se empezaban a celebrar unas semanas antes con la visita al bazar de la iglesia sueca de Palma. Es un lugar, con sus olores y sus luces, que me transportaba a la infancia de mi madre y de mis abuelos maternos en el norte de Suecia. Comíamos bollos de cardamomo o de canela y tarta de manzana con salsa caliente de vainilla, jugábamos al bingo y cantábamos villancicos. Nos visitaban después Papá Noel y los Reyes Magos —exponentes de los dos ámbitos culturales en los que crecí— y leíamos la Canción de Navidad de Charles Dickens y El maravilloso viaje de Nils Holgersson de Selma Lagerlöf. He intentado con mis hijos mantener estas tradiciones para que entendieran que el mundo —nuestro mundo— es mucho más antiguo de lo que deja ver la memoria presente.

De nuestros orígenes más remotos nos habla un texto bíblico fundamental: el Génesis. Este verano, cerca del beguinaje de Ámsterdam, compré el último ensayo de la novelista Marilynne Robinson. Se titula Reading Genesis y se lee como una aproximación sabia y madura a un libro que trasciende con creces su marco histórico. En el Génesis encontramos tanto una teodicea como una honda reflexión sobre el problema del mal, tanto una pedagogía como un camino de redención. Cada caída da paso a una nueva oportunidad. Realmente, nada es definitivo; ni siquiera el pecado de Adán y Eva o el de Caín.

En su ensayo, Robinson observa algo crucial: «En cada situación del Génesis en la que la venganza parece justa e inevitable, no se toma ninguna represalia definitiva». Esto significa algo muy concreto para nosotros: que la lógica del mundo, donde el castigo es proporcional al daño causado, no constituye la última palabra. No, al menos, en el modus operandi del Dios bíblico. «La Gracia modifica la Ley —insiste Robinson—. Pero la Ley no puede limitar la acción de la Gracia». De este modo, la misericordia completa la justicia y nos convoca a algo más grande que la venganza: el perdón.

El Génesis empieza con la Creación, del mismo modo que la Navidad nos sitúa ante el Nacimiento. Ambos reflejan la estructura inherente a nuestras vidas: siempre comenzamos y siempre estamos llamados a florecer de nuevo. Un viejo padre del desierto, san Antonio abad, solía repetir cada mañana un breve apotegma en forma de oración: «Hoy empiezo». Cada acto de bondad representa un nuevo Génesis. Cada reencuentro es un comienzo.

Asomarnos al origen nos permite comprender también algo esencial sobre la condición humana. Descubrimos que en la Navidad no retornamos a la infancia —nunca se regresa del todo al pasado—, sino que estamos llamados a ser hijos: más frágiles, más necesitados, más inocentes, más esperanzados. Si, como nos enseñó Eliot, en cada principio se vislumbra el final y en cada final se contiene el principio, entonces ninguna palabra humana es definitiva. No me parece una mala lección para estos días de Adviento.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

¿Qué recuerdos nos sostienen cuando pensamos en quiénes queremos llegar a ser? ¿Representa el final el inicio de una nueva esperanza?

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