Hasta caer rendidos

12 de septiembre de 2025 4 minutos

Daniel Capó Biografía

Daniel Capó (Mallorca, 1973) es ensayista y editor. Se graduó en Derecho por la Universidad de Navarra en 1996. Sus columnas de opinión aparecen semanalmente en The Objective y en los periódicos del grupo Prensa Ibérica. También ejerce de crítico literario en La Lectura de El Mundo. Desde su fundación forma parte del Consejo Asesor de la editorial Libros del Asteroide


«Llevar un diario no es un pasatiempo ocioso: exige disciplina y honestidad. En eso se parece a la jardinería y al arte de ser padres»

Un hombre trabaja en su jardín. Sabe que el tiempo que le queda depende de cómo lo cuide. Acaba de superar un cáncer y le espera otro que le traerá la muerte. Entretanto pasarán diecisiete años y, con ellos, el ictus de su mujer, la epidemia del covid, varios nietos y el éxito internacional de su hijo Gueorgui Gospodínov, el gran novelista búlgaro de nuestros días. «No hay nada que temer», le repite a su hijo mientras su cuerpo se debilita y el dolor se adueña de su carne, la arruga y la devora, deja su marca en el sistema nervioso. «No hay nada que temer», repite, y coge la azada y abre surcos en el suelo. Planta tomates y pimientos, patatas, maíz y fresas, árboles frutales, peonías, rosas y tulipanes. Es un universo ordenado que refleja, seguramente, una forma de ser también ordenada. 

El abad benedictino Dom Jean-Charles Nault ha reflexionado en sus libros acerca de la acedia: aquel viejo mal monástico, raíz de los pecados capitales, que puede definirse como falta de cuidado. La acedia, asegura Nault, caracteriza un tiempo que ha abandonado la esperanza en el ser humano para sustituirla por la propaganda, la inteligencia artificial y un descreimiento cínico y arrogante. Pero el hombre del que hablo no sufría de acedia. Gospodínov narra los últimos días de su padre con la emoción contenida de un hijo, pero también con la admiración debida a quien, entregando su vida, nos ha enseñado lo más importante: el cuidado de las pequeñas cosas, el respeto, la entrega. «Lo miro —escribe en El jardinero y la muerte (Impedimenta, 2025)— y me acuerdo de mi abuelo. Ambos cultivaron su jardín hasta el final, hasta que cayeron rendidos».

Leo a Gospodínov durante las horas muertas en el aeropuerto. Entre un capítulo y otro, aprovecho para responder algún e-mail y anotar algunas ideas en mi diario, antes de que la urgente cotidianidad del día a día lo sumerja todo en el olvido. Llevar un diario no es un pasatiempo ocioso: exige disciplina y honestidad. En eso se parece a la jardinería y al arte de ser padres. El jardinero tiene que tocar la tierra, oler el humus, mirar el cielo e interpretar sus signos. Tiene que saber cuándo sembrar, cuándo podar y qué hacer para evitar las plagas. ¿Y la paternidad no exige también desvelo y amor, distancia y cercanía, confianza y libertad? ¿No nos convierte de nuevo en hijos de «un amor que encomienda», por decirlo en palabras de don Leonardo Polo?

La escritura, la jardinería, la paternidad me parecen rarezas en un mundo fascinado por la eficacia. La universidad, el saber, responde a una lógica similar. Cuando posamos nuestra mirada y nuestro corazón sobre el auténtico cuidado de las cosas, observamos cómo emerge una realidad en la que no rige ninguno de los criterios habituales con los que solemos juzgar. Quiero decir que no genera likes en las redes sociales, ni nos aporta popularidad, ni dinero. Pero sí frutos. Y frutos de verdad.

«Nada que temer», el narrador recuerda este axioma paterno casi en casi todos los capítulos. Esto solo puede decirlo quien ha aprendido a ser un hombre. «Mi padre —escribe Gospodínov— lograba convertir cada terreno en un jardín, cada casa en un hogar. Esa es una maña especial». ¿Cómo no lo va a ser? Ahora que está de moda, la inteligencia artificial nos promete respuestas inmediatas a los problemas que plantea nuestra ignorancia. Pero no podemos pedirle que nos cuide. Ni que nos ayude a madurar, simplemente confiando en nosotros y esperando; regando unas veces, podando otras; aceptando que no podemos controlarlo todo, y que el desgaste y la inquietud forman parte del contrato de la vida, al igual que la esperanza, la alegría y el gozo. La inteligencia artificial es una inteligencia inhumana.

Sé que El jardinero y la muerte no representa solo un lamento. Como toda buena literatura, apunta más allá de las emociones, y nos entrega una pregunta para que nos la hagamos a nosotros mismos: ¿qué dejaremos atrás cuando ya no estemos? ¿Qué recordarán de nosotros nuestros hijos, nuestra pareja, nuestros amigos y hermanos, nuestros alumnos? Ojalá puedan decir que fuimos jardineros de la vida hasta caer rendidos. Y que nuestros frutos no fueron agraces.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

Si tuviéramos que elegir entre ser recordados por nuestros logros o por nuestra manera de amar, ¿qué elegiríamos realmente?

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