No me gusta escribir palabras extranjeras, salvo que aportan un plus , generalmente por vía irónica o alusiva. Usar la palabra spoiler me encanta, por mucho que exista un equivalente muy rotundo en español: destripe o destripar. Destripe es, sin duda, una expresión original, gráfica y poderosa; y esa es la razón, precisamente, por la que prefiero spoiler. No comparto el pavor que despierta entre los públicos posmodernos. Spoiler resulta más espumoso y ligero, y permite una defensa oblicua. Con destripe eso es imposible: demasiado Gore .
Destripar una película o un libro es ahora infinitamente peor que un chiste blasfemo. Yo diría que este rechazo histórico no es solo un tic de moda, sino un síntoma de nuestra relación con la cultura y el arte. La consecuencia final (si me disculpan el spoiler) de valorar sobre todo la novedad, la originalidad y la sorpresa en vez de la belleza y la verdad. Observen cómo a los clásicos no les exigimos que nos sorprendan, porque juegan en otra liga. Si cuento aquí que Dante Alighieri vuela hasta el Paraíso y ve el sol y las demás estrellas que el Amor mueve, no habrá protestas en los comentarios del artículo. Ay de mí como se me ocurra hacer lo propio con la última novela, serie o película en cartelera.
Ahora bien, esta inmensa virtud de los clásicos, de un tiempo a esta parte, se ha vuelto contra ellos. Una causa importante del subconsciente desapego posmoderno hacia los grandes libros viene de que están plagados de spoilers irremediables. La gente no lee el Quijote porque ya sabe qué pasa y cómo acaba. Los spoilers, al final, sí destripan a los clásicos, pero por la espalda. En enfrentarlos nos jugamos, qué sorpresa, la misma cultura occidental.
No exagero. Si queremos revitalizar a los clásicos, tendríamos que exaltar los spoilers, justificarlos, comprenderlos, quitarles el aura terrible y paralizante. Yo juego con ventaja, porque desde pequeño he sido fan. Si un libro me estaba entusiasmando y sentía que su suspense empezaba a llevarme en volandas, me iba a las diez páginas finales y las leía. Luego, regresaba, tranquilo, a la lectura hedónica, sin ansias ni recelos. Si el final era trágico, me iba haciendo, poco a poco, el cuerpo. Si era maravilloso, cambiaba la curiosidad en esperanza. Así hay que leer los clásicos y los buenos libros, disfrutando del camino, no queriendo llegar al meta para saber qué pasa, con qué curiosidad de portera, con perdón por la frase hecha y con inmenso respeto a las porteras, que suelen ser —según aquel libro francés del erizo— fabulosas lectoras.
El recambio visceral al spoiler, además, revienta casi todas las conversaciones y tertulias sobre libros y guiones. Complica la enseñanza. De una forma muy indirecta y sutil, dificulta la crítica cuando debería ser lo contrario, como muy bien ha dicho el escritor Ignatius Reilly Jr., lo que no resiste un spoiler no tiene auténtica categoría artística. El spoiler es la prueba del algodón del valor de una obra. También impide la corrección y la profundización: este artículo, por ejemplo, es la segunda versión (sopesada y ampliada) de uno apresuradamente publicado en el Diario de Cádiz, que ahora se ha convertido en auto-spoiler y que habría destripado este de no ser porque me salva (por los pelos) el juego de espejos.
Los niños, que saben latín, prefieren los cuentos que ya conocen y no te dejan cambiar ni una coma. El «Cuéntamelo otra vez» es, paradójicamente, el secreto tesoro de la literatura. Mil veces mejor que el «No me lo esperaba». Releer es mucho mejor, aunque tenga el defecto, dijo Borges, de que antes hay que haber leído. Tanta alergia al spoiler veda el placer superior de la relectura.
Podria sospecharse que, siendo yo irreductible, suele resultar evidente lo que voy a acabar sosteniendo en mis artículos, y que justifico los spoilers en defensa propia. Pero es algo más universal. El spoiler es, a fin de cuentas, una lección para la vida, de la que todos nos sabemos, ay, el final. Pero qué maravillosa vida mientras tanto.
