Fotografía: Ingrid Ribas

Es uno de los pensadores educativos más lúcidos e incómodos de España. Propone una vuelta del riesgo a la infancia, la exigencia como muestra de respeto al alumno y una reconciliación con la mediocridad. Defiende que los humanos debemos continuar empalabrando el mundo, a pesar del miedo al futuro, y que las máquinas deben servir como prótesis, no como gerentes. En esta conversación, el filósofo, pedagogo y, ante todo, maestro, reflexiona sobre la esperanza, la libertad y la dignidad. Y propone soluciones a pequeña escala.

Gregorio Luri (Azagra, Navarra, 1955) lleva toda una vida pensando sobre cómo preparar a sus alumnos para la verdad en tiempos de ruido. No concibe la educación como un sistema: es una forma de belleza que brota del orden, de la disciplina y la gratitud. Habla con humor, serenidad y una fe inquebrantable en la capacidad humana para aprender. Defiende la inteligencia con la misma naturalidad con que otros defienden causas perdidas.

Hoy se le considera uno de los principales referentes en el pensamiento educativo español, pero pasó su infancia soñando con hacerse adulto cuanto antes para no tener que volver a la escuela. A pesar de aquel rechazo temprano, ingresó en Magisterio en la extinta Escuela Universitaria Huarte de San Juan de Pamplona gracias a una beca y a los turnos de camarero con los que se costeaba los estudios. Descubrió el gusto por su profesión ejerciéndola, y todavía hoy se siente más a gusto cuando lo califican simplemente de «maestro de escuela».

Conoció a su mujer en Pamplona, en sus años de estudiante, y se mudó con ella a El Masnou, un municipio al norte de la Ciudad Condal, al licenciarse, en 1979. En la Universidad de Barcelona estudió Ciencias de la Educación y defendió una tesis doctoral en Filosofía. Al mismo tiempo, fue profesor de EGB y bachillerato durante treinta años. Es autor, entre otros títulos, de Mejor educados (2014), Elogio de las familias sensatamente imperfectas (2017), La imaginación conservadora (2019) y La escuela no es un parque de atracciones (2020). Su libro más reciente es La dignidad del mediocre (Encuentro, 2025). Pero su relación con los libros no es solamente la de autor.

En 2023, Luri y dos amigos fundaron Rosamerón. «Procedemos de tradiciones ideológicas, religiosas, generacionales e incluso culturales muy distintas —explican en la web de la editorial—. Pero a los tres nos gusta celebrar nuestra amistad discutiendo de cualquier asunto humano o divino». En cuanto lanzaron el proyecto, Luri se encargó de seleccionar reflexiones del pensador catalán Jaume Balmes (1810-1848) y darles la forma de un libro: Los muchos callan y los pocos gritan. Sacerdote, filósofo y teólogo, Balmes buscó encontrar una alternativa entre el liberalismo y el absolutismo de su época. Fundó El Pensamiento de la Nación en 1844, un semanario quincenal católico.

Nunca había oído hablar de él. 

El pensamiento conservador español es muy timorato, muy pacato. Coges un pensador inglés, francés o estadounidense, aunque sea de tercera categoría, y no te importa proclamar que lo sigues. Y no tenemos ningún sentido de nuestra propia herencia cultural, como peso ideológico fuerte. Sin embargo, Balmes es el primero que en España ve claro que los debates han cambiado de lugar y que hay que participar en los medios de comunicación. Sin complejos.

Un personaje inclasificable. Como
usted.

En eso consiste ser conservador. Siempre he defendido el fondo anarquista.

¿Qué tiene usted de conservador y qué de anarquista?

De conservador, el respeto a la naturaleza. Creo que el hombre no es un artificio que puedas gestionar de acuerdo con tu ideología; que la naturaleza nos marca límites y al mismo tiempo nos da orientaciones sobre la vida buena. Tengo conciencia de que, si algo ha permanecido mucho tiempo, antes que tacharlo como una imposición, es probable que cumpla una función válida. Diría que al conservador —y ahí voy a la segunda cuestión— le gusta mucho la velocidad, pero revisa los frenos. Con respecto al anarquismo, la decisión de pensar por tu cuenta sabiendo que no es ninguna garantía de que llegarás a la verdad. El hecho de que lo hayas pensado tú no le da ningún valor extraordinario a nada. Estás obligado a ponerte a prueba a ti mismo.

Es mucho más divertido ser conservador. En estos momentos, si tú dices que eres de izquierda, ya puedes hacer la lista de todas tus convicciones. Si dices que eres conservador, no tienen ni idea de por dónde vas a salir. El conservadurismo español ha sido más potente cuando prevalecía la voluntad de tomar el pulso al propio tiempo.

Fotografía: Ingrid RibasGregorio Luri abrió a Nuestro Tiempo las puertas de su despacho doméstico, en Barcelona.

¿En qué cree la izquierda? 

Si tuviera que resumir la diferencia entre conservadores y lo otro —la palabra progresista me parece que ha perdido el sentido porque ahora le temen al futuro—, diría que el «progresista» cree más en la historia que en la naturaleza. Sin embargo, lo más reciente no tiene necesariamente más valor. De ser así, todos escribiríamos mejor que Cervantes por el hecho de ser posteriores. Tampoco lo antiguo tiene ningún privilegio por ser antiguo. 

¿Por qué razón se opone un conservador como usted a la eugenesia, a la eutanasia o al transhumanismo?

Porque lo humano no puede reducirse a tecnología: hay que preservar incluso lo que no entendemos de lo humano y defender hasta las propias miserias. En pedagogía se ha puesto de moda la idea de que conviene utilizar métodos basados en evidencias. Y la gente que dice eso no se da cuenta de que el ser humano no es evidente ni para sí mismo.

¿La ciencia no avanza para resolver ese misterio?

La reducción tecnológica del humano me asusta. 

¿Por qué?

Cuando imaginamos al ser humano como un mecanismo en el que sabes cuál va a ser el output una vez establecido cierto input, el misterio desaparece y nos convertimos en seres con complejo de inferioridad. La inteligencia artificial nos ha puesto ante dos posibilidades de lo humano. Unos son los que solo quieren respuestas con el mínimo esfuerzo, y otros los que entendemos que lo maravilloso de la verdad es su búsqueda; que no solamente estás haciendo camino, sino que te vas haciendo a ti mismo. Dicho de otra manera: hay a quienes les gusta comer y a quienes nos gusta cocinar. Esos dos tipos humanos han existido siempre, aunque ahora te encuentras con que la tecnología magnifica las posibilidades de unos y otros.

«LA HISTORIA NO TIENE MÁS VALOR QUE LA NATURALEZA, PORQUE, SI NO, TODOS ESCRIBIRÍAMOS MEJOR QUE CERVANTES POR EL HECHO DE SER POSTERIORES»

Dice Byung-Chul Han que la inteligencia artificial no es capaz de pensar porque no tiene amigos ni amantes, no anhela lo distinto.

Cuando Ortega y Gasset dice: «Yo soy yo y mi circunstancia», lo que está diciendo es que somos la y. Y que yo ahora, ante ti, me vivo de manera distinta a como me vivo ante mi nieto o mi madre porque soy responsable de vivirme a mí mismo. Esa no es una preocupación de la máquina, de la IA. Te da respuestas, y las respuestas que te da están ahí en función de una lógica. Las interacciones humanas son otra cosa, en ellas aparece la posibilidad de una comprensión profunda. Eso me parece que nos otorga la dignidad de la libertad.

¿Qué opina de la tecnología en la educación? 

Yo creo que se han equivocado quienes prohíben el uso de los smartphones en la escuela, porque es el único lugar en el que intentamos insistir en que controlen su acceso. A veces nos faltan perspectivas amplias para ver las cosas. El ser humano es un ser tecnológico. No podemos prescindir de ella.

Toda la cultura es tecnología.

Claro, hasta el lenguaje es tecnología. Yo la defino como prótesis antropológicas que amplifican lo que somos. Es cierto que cuanto más poderosas, más ambivalentes. Sin embargo, no podemos decir «no» a las tecnologías en la escuela. Los problemas están para encararlos, no para eludirlos. Si además añades que, según el último informe PISA, los jóvenes menores de 15 años en los que más ha repercutido el uso del móvil en sus resultados escolares son los que llevan el móvil a su dormitorio… No hay que dejarles, claro, pero, para eso, el padre tampoco tiene que llevarlo. El órgano educativo fundamental, tanto de pequeños como de adultos, no es el oído, sino el ojo; no son los consejos, sino los ejemplos. Por eso, yo recomiendo a las familias no hablar de valores y virtudes, sino decir: «Esto los Fernández no lo hacemos».

Ni tú, ni yo.

Para mí, es el principio moral básico. Si alguien pregunta, es así porque somos raritos. Recuerdo que Zapatero, cuando era presidente del Gobierno, decía a propósito de la edad mínima para abortar: «Los padres no debemos interferir en las decisiones de nuestras hijas». Yo, sin embargo, pienso que la familia es una unidad de interferencia mutua.

Fotografía: Ingrid RibasPara Luri, la antropología es imprescindible para elaborar una buena pedagogía.

Dice usted que el momento presente es más de perplejidad que de complejidad. ¿Qué le preocupa del mundo de hoy?

No saber si lo que estoy viviendo es el fin de una época o el fin de una imagen del mundo. Me preocupa mucho que el temor se esté instalando en las nuevas generaciones. En las mismas escuelas los están educando en el miedo al futuro. El caos, el desastre ecológico, el futuro se ve oscurecido. Ya no nos asustan los bárbaros que están en las fronteras, sino nosotros mismos.

La verdad es que somos malos gestores del mundo y de nosotros mismos, pero precisamente por eso somos libres. Aparece entonces la duda, ¿por qué no ponernos en manos de una máquina más inteligente que nosotros? En estos momentos deberíamos disponer de virtudes, como la serenidad, lo suficientemente fuertes como para combatir ese miedo. Porque si te enfrentas calmado a un problema, ya tienes una parte de la respuesta en ti.

¿Por qué antes no teníamos miedo y ahora sí?

Siempre ha habido problemas graves, aunque se mantenía vigente la esperanza de que los hijos iban a vivir en un mundo mejor que el nuestro. Eso se ha roto. Parece que el hombre se hubiera demostrado absolutamente incapaz de gestionar nada. No acabamos de entender que la inteligencia disponible para gestionarnos a nosotros mismos siempre ha sido escasa. Por eso necesitamos a los demás y algún tipo de convicción que funcione, como la estrella polar, para orientarnos.

Nietzsche escribió que la esperanza es como una mujer embarazada, que vela por lo que aún no existe. ¿Padecemos una falta de apertura a lo nuevo?

Me gusta la visión que aparece en Hesíodo de la esperanza, cuando Pandora abrió aquella caja y, al ver los males expandirse, la cerró y dijo: «Spes sola remanent». Solo permanece la esperanza. Por lo tanto, es un mal, porque los dioses no necesitan esperanza. Esa virtud forma parte del equipamiento humano. Decía Ortega que somos seres futurizadores. Si no tuviésemos confianza en que el futuro va a responder a nuestras expectativas, nos quedaríamos sin posibilidades de narración de nuestro mundo. En definitiva, la esperanza fundamental es la que nos permite confiar en que lo que hacemos ahora... mañana tendrá un sentido, por lo general positivo. Me parece que el mundo contemporáneo ha sustituido la esperanza por conceptos tecnológicos de gestión del futuro.

¿Por ejemplo?

Planificaciones, proyectos, programas… Vamos a someter el futuro a la tecnología, vamos a controlarlo. Pero si no tienes confianza en el hombre, en realidad tampoco la tendrás en sus proyectos. Y estamos ahí, en esa situación. Pero ¿sabes qué? Cada vez veo más importante que intentemos reconstruir las cosas a pequeña escala. Por eso el libro de nuestros días es el Decamerón. Florencia está padeciendo una peste, y ¿qué hace un grupo de amigos? Se van al campo a contarse historias. Cuando las grandes estructuras flaquean, se necesita que la gente sencilla se reúna a contarse historias, porque en la conversación se acepta al otro como un ser razonable, dotado de esperanza. Pero tampoco nos pongamos demasiado dramáticos. Puede ser que no se desmorone el mundo, sino una imagen del mundo.

«CUANDO LAS GRANDES ESTRUCTURAS FLAQUEAN, MÁS QUE GRANDES REVOLUCIONES, SE NECESITA QUE LA GENTE SENCILLA SE REÚNA A CONTARSE HISTORIAS»

También el aula es, a su manera, una conversación, parte de esa pequeña escala que menciona. Pero no siempre se dan tan felices. Con frecuencia, el alumno no hace caso al profesor, por ejemplo.

Estuve en un congreso de educación que parecía un monumento a la hipocresía: todos hacían bien las cosas, con resultados geniales. Me gustaría asistir a un evento en el que nos atreviésemos a hablar de nuestros límites. ¿Por qué no accedemos a ese alumno? ¿Por qué te echa esa mirada retadora? ¿Por qué le da un bajón a esa persona a la que estabas ayudando? Cuesta mucho pensar en eso, porque cada fallo que tenemos en clase queda grabado en la memoria de los alumnos. La educación es una práctica clínica. Como un médico en su consulta, tienes que comprender el lenguaje de tu alumno —que no tiene por qué ser preciso ni comprenderse a sí mismo— y transformarlo en síntomas, y con eso plantear un diagnóstico y un tratamiento. Los docentes tendemos a llevar el fracaso como algo que hay que ocultar a nuestros propios compañeros. En una jornada con profesores, empecé diciendo lo siguiente: hacéis muy bien en escucharnos a todos, pero casaos únicamente con vuestra experiencia. 

¿En qué fracasa la educación?

Estamos intentando hacer una pedagogía sin antropología. No hay detrás una visión coherente del hombre. La Comisión Europea convocó hace algunos años a un grupo de expertos para encargarles la misión de definir qué era una buena educación. La conclusión fue: no podemos responder, porque lo que funciona en un sitio puede no funcionar en otro.

Aunque no haya recetas, al hacer una pedagogía basada en antropología, ¿cuál es el primer punto? ¿La inteligencia? ¿El lenguaje?

Primero, la libertad. Hemos de asumir la obligación de situar al alumno como un ser libre y, por lo tanto, responsable. Ahí está su dignidad. 

¿En qué más nos tendríamos que fijar?

Insisto en la afirmación de la dignidad de ese niño, que está por encima de todo. A mí me parece impresionante. La dignidad moral te la ganas tú con tus propios actos. Tienes el deber de situar al alumno, por pequeño que sea, ante sus propias obras. Por alguna extraña razón parece un discurso anticuado: libertad, dignidad, responsabilidad. Si lo parece es porque es permanente. 

Veo que, en España, la educación por competencias mina esta reivindicación. Ahora tienen que ser competentes para resolver problemas. ¡Naturalmente! Nadie quiere alumnos incompetentes, pero antes de tratarlos como sujetos competentes, plantea su valor como persona. Esa es la gran cuestión. Y después, cada vez veo más importante una didáctica del error. Porque todos nos equivocamos. Aprender a vivir con él. No de una manera fatalista, sino como algo que está ahí y que es un reto. La escuela no es solo el lugar al que vas a alimentar tu intelecto, sino donde libre y responsablemente te enfrentas a la posibilidad de mejora de ti mismo. 

Fotografía: Ingrid Ribas

¿Debería concebirse como una ciudad para niños, como sostiene en sus libros el conocido pedagogo italiano Francesco Tonucci?

Cuando digo que la escuela no es un parque de atracciones es porque al parque vas a pasártelo bien. Tampoco es que la escuela sea un lugar para pasarlo mal. Pero es, sobre todo, un lugar para aprender, para elevarse por encima de uno mismo, para ganar horizonte. La educación es la trascendencia de los límites que uno tiene ahora. Hay un tipo de disfrute que no tiene que ver con pasárselo bien y que es más intenso: es el del descubrimiento, ese caer en la cuenta. Me gusta mucho aquello de Camus cuando habla de sus maestros. Dice: «Nos consideraban dignos de descubrir el mundo». Aparece la dignidad de nuevo.

Es disfrutar como sacar fruto.

Disfrutas como disfruta un pintor cuando descubre un nuevo color. Esa es la voluntad de poder nietzscheana, no mi capacidad para dominar a otros, sino mi capacidad para descubrir en mí mismo nuevas posibilidades. Es subirte por encima de ti mismo. Se trata de tensionar la propia vida de tal manera que te dé de sí sus posibilidades. Y ahí hay un placer profundo, todos lo sabemos, en enfrentarte con tus límites y vencer.

¿Por eso defiende el riesgo?

Defiendo el juego libre y arriesgado porque en el riesgo hay un conocimiento de tus límites. Eso es la escuela experiencial, poner a prueba tus límites no por temeridad, sino para sacarle jugo a la vida. El ejercicio intelectual no es otra cosa que llevar la experiencia a la idea. En el parque de atracciones te quedas solo con la experiencia. 

Habla también del síntoma de las rodillas de los niños, tan inmaculadas ahora, a pesar de que jugar implica arriesgarse.

Están aumentando de una manera escandalosa los diagnósticos de trastornos socioafectivos. Cuando envuelves al niño en un vocabulario psicoafectivo, al final tus propias experiencias las vives de acuerdo con ese vocabulario. Eso no quita que esos trastornos sean reales. Yo hace mucho tiempo que me vengo preguntando si esos malestares de nuestros alumnos no tendrán que ver con la falta de sueño y con la reducción de experiencias aventureras, personales, de irte a pescar como Huckleberry Finn al río Ebro a ver, caerte y sostenerte de una rama… y pelarte las rodillas.

Conocer el peligro, conocer el límite.

Aquella infancia ha sido sustituida, por una parte, por el vocabulario psicoafectivo y, por otra parte, por unos padres sobreprotectores. Yo no dejo de insistir en que sobreproteger es una forma de maltrato.

¿Qué hay en el fondo? ¿Miedo al dolor?

Todos estamos mal hechos, y no pasa nada. Todos llevamos nuestras heridas. Creo que ha llegado el momento de querer las heridas así, como queremos la salud. He notado algo muy curioso. Todo el vocabulario relacionado con el esfuerzo, el trabajo bien hecho y la autoexigencia lo han desterrado de las escuelas y ha entrado en los gimnasios. Están ahí, ves a gente luchando y esforzándose. La explicación es en ambos casos el miedo a nosotros mismos. Por un lado, intentamos construir imágenes muy ideales. Todos queremos tener un cuerpo perfecto, lucir, que se note nuestra presencia. Por otro lado, solo somos humanos. Debemos aceptar nuestra mediocridad. La etimología de esa palabra es maravillosa: literalmente, estar en la mitad del ascenso. Me gusta mucho ser normal.

Un poco tibio.

No es tibio. A mitad del camino es cuando el cansancio se hace notar, cuando has tropezado dos veces con una raíz, cuando ves los valles abajo, el terreno ondulado, es cuando tienes que decidir qué hacer: la foto o volver con las rodillas peladas. 

¿Lo que nos empuja es la belleza?

Lo maravilloso es conquistarse a uno mismo. Y en eso ya vale de dar consejos a nadie. Tenemos que manifestarlo con nuestro ejemplo. También está la belleza, que es tanto más bella cuando sabes que es efímera en su forma. La saboreas con más intensidad. Todo eso tenemos que disfrutarlo de manera natural, sin pretender dar lecciones a nadie, sin ir por la vida de pedantes, sin ir de mejores.

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