Ser descubierto

22 de agosto de 2025 3 minutos

Daniel Capó Biografía

Daniel Capó (Mallorca, 1973) es ensayista y editor. Se graduó en Derecho por la Universidad de Navarra en 1996. Sus columnas de opinión aparecen semanalmente en The Objective y en los periódicos del grupo Prensa Ibérica. También ejerce de crítico literario en La Lectura de El Mundo. Desde su fundación forma parte del Consejo Asesor de la editorial Libros del Asteroide


«Abundan las ideologías y arrecia la corrección política absolutizando una justicia dogmática que desconoce el horizonte de la redención»

«A veces, que te atrapen no es el final; más bien puede ser un principio». Leí estas palabras hace años en un libro de Anthony de Sourozh, arzobispo ruso afincado en el Reino Unido. «No sabes qué alivio supone ser descubierto», le había confesado un preso londinense. El metropolitano ortodoxo lo escuchó con atención, pues no estaba seguro de entenderlo del todo. ¿A qué se refería cuando hablaba del alivio de la cárcel? No se trataba de una conversión religiosa ni de una catarsis emocional, sino de la gratitud que nace de la esperanza. Había en él un fondo de honradez que le impulsaba a cambiar de vida. Pero tenía miedo. Cuando alguna vez lo había intentado tímidamente, se topaba con las murallas de la sospecha. En realidad, ni siquiera él mismo sabía quién era. Su vida se había convertido en una larga ficción. O eso pensaba —y con buenas razones—. Hasta que un día le arrestaron y un tribunal lo condenó a prisión. Él lo vivió como una liberación. Ya no necesitaba fingir. «Ahora puedo decidir», le dijo al arzobispo. «Puedo seguir como antes o empezar de nuevo. Esta vez sin mentiras». Y, de repente, Anthony de Sourozh comprendió.

Hijo de diplomáticos zaristas destinados en Teherán, también él lo había perdido todo de niño. Eran los años de la revolución bolchevique y del horror leninista. Con su familia, se vio obligado a cruzar Asia a pie para refugiarse en Europa. Vivió como extranjero en la India, en Gibraltar y en París. Se graduó en Medicina y ejerció de cirujano durante la Segunda Guerra Mundial, mientras colaboraba con la resistencia francesa. Perdió la fe y la recuperó, antes de ser ordenado sacerdote en secreto. Su vida se rehízo sobre heridas profundas. Sabía que el pasado no nos define exclusivamente y que siempre podemos empezar de nuevo. Pero también sabía que el alma humana en ocasiones necesita una sacudida para enmendarse. Así había sido su propia historia, y la de aquel recluso que tanto le impactó.

Sin embargo, hoy no sé si podríamos decir lo mismo con tanta seguridad. Abundan las ideologías y arrecia la corrección política absolutizando una justicia dogmática que desconoce el horizonte de la redención. A veces se han utilizado las metáforas de un «yo acorazado» o de las «cerraduras del yo» para referirse a esa forma de condena en la que uno ya no puede plantearse ser alguien distinto ni reconciliarse consigo mismo. Cautivos del recuerdo del mal perpetrado, se borra la memoria del bien compartido y se coarta todo camino futuro de transformación. Lo vemos en los relatos que reducen instituciones, personas o épocas históricas a sus aspectos más oscuros, como si la complejidad y la evolución no existieran. O en los discursos identitarios que constriñen la pluralidad de la experiencia humana a una mera etiqueta, ya sea de nación, de género o de clase social. Y lo comprobamos también en lo que se denomina el «juicio digital». Todos, alguna vez, lo hemos comprobado: una frase dicha a destiempo, una amistad inconveniente o una imagen descontextualizada corren el riesgo de dejarnos atrapados en una versión falaz de nosotros mismos. No importa si fue exactamente así o si hemos cambiado o si podemos hacerlo. Las ideologías que desconocen el perdón no tienen tiempo para ello: un error nos fija en una caricatura que amenaza con borrar todo lo demás. Franz Kafka lo anticipó en su novela El proceso: para la cultura dominante, el juicio no acaba nunca, pero la condena empieza muy pronto.

Desconozco cómo terminó la historia de aquel preso. El autor no lo cuenta. Pero su testimonio nos enseña que en la celda había reencontrado la esperanza. Aunque permaneciera encarcelado durante un tiempo, aquel condenado se había convertido en un hombre libre que podía imaginar un futuro distinto. Su ejemplo no dista de la parábola evangélica del hijo pródigo. Ambos descubrieron que el arrepentimiento genuino abre la puerta a una nueva vida, pues nadie es solo el mal que ha podido cometer. ¡Qué importante sería recuperar este humanismo de la esperanza!

LA PREGUNTA DEL AUTOR

¿Hemos aprendido a mirar al otro —y a nosotros mismos— sin exigir perfección a fin de ofrecer una esperanza?

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