Vuelven la emisión semanal y la miniatura narrativa: el episodio recupera su espacio como rito y no solo como engranaje.

Hubo un tiempo no tan lejano en que el episodio era un arte menor. Una estación de paso, casi invisible, entre el punto A y el punto B de una serie. Cuando Netflix lanzó House of Cards en 2013 con su modelo de temporada completa, del tirón, parecía que el futuro de la ficción televisiva pasaba por la absorción de la unidad episódica en favor de una narrativa-río. Ya no importaban tanto los capítulos, sino el flujo continuo. El episodio se volvió el equivalente del sorbo en un trago largo. Y lo importante era beberlo todo.

Esta tendencia, en realidad, llevaba años gestándose en la Tercera Edad Dorada de la televisión. David Simon, el demiurgo de The Wire, desestimaba el episodio como una «abstracción industrial» y defendía la serie como novela televisada, sin ritmos autocontenidos ni resoluciones episódicas. Por un tiempo, esta idea fue dogma en la ficción de prestigio: cuanto más serializado, mejor. Con Netflix como apóstol del maratón, el binge-watching se volvió rutina: enganche exprés, visión compulsiva… y olvido precoz. Éxitos como Stranger Things o Dark reforzaron este paradigma, diseñados para ser devorados sin respiro, con episodios que empujaban hacia el siguiente cliffhanger.

Pero, como todo péndulo, la televisión también se balancea. En los últimos años, el episodio ha vuelto a reivindicarse como unidad significativa. Y no solo como contenedor de historia, sino como una pieza con alma, estructura e identidad. Series como The Bear convierten ciertos capítulos en acontecimientos autónomos: no hace falta conocer a los Berzatto para rendirse ante la furia coreográfica de «Review» (1.7) o la cena infernal de «Fishes» (2.6). Lo mismo ocurre con Succession o Adolescencia.

¿Y qué hay ahí de nuevo? ¡Si la historia de la televisión anda jalonada de episodios míticos! Pensemos en el renovado interés por el formato antológico —con Black Mirror como nave nodriza—, donde el episodio muta de tránsito a núcleo. No hay acumulación narrativa sino continuidad alternativa. O en el regreso del procedimental. Poker Face, de Rian Johnson, homenajea la estructura de Colombo, con Natasha Lyonne como sabuesa desaliñada que resuelve un crimen a la semana. 

Este redescubrimiento del episodio como obra autosuficiente coincide con la vuelta a la emisión semanal. HBO nunca la abandonó, y ahora Disney+, Apple TV o Amazon también apuestan por el gota a gota en lugar del tsunami. No es nostalgia, sino estrategia comercial. En The Pitt, cada capítulo no solo avanza la trama, sino que propone un tono, un foco o una escena inolvidable. Y el episodio recobra su función de evento y conversación. El jueves noche en el sofá vuelve a importar; la reseca crítica del viernes, también. Incluso Netflix, otrora adalid del atracón, coquetea con modelos híbridos: Arcane o The Sandman jugaron con lanzamientos escalonados o episodios bonus que funcionaban como fantasías embotelladas. El maratón sigue ahí, sí, pero ya no es dogma.

¿Estamos ante una revalorización del episodio? Todo apunta a que sí. Ya no es solo engranaje, sino miniatura narrativa: un espacio donde guionistas y directores dejan su firma como un pintor en la esquina del lienzo. Atlanta, por citar una debilidad personal, lo entendió mejor que nadie: algunos de sus capítulos más memorables —como el desconcertante «Teddy Perkins»— apenas conectaban con la trama principal, pero se masticaban con un sabor personalísimo. 

El episodio ha vuelto por necesidad. En una era de dispersión y scroll infinito, el capítulo bien armado nos ofrece una experiencia contenida, memorable y, sobre todo, comentable. No hace falta tragarse una temporada entera para emocionarse o discutir: basta un buen episodio. Y si ese episodio llega a todos a la vez, mejor aún: se convierte en rito colectivo.

Por eso resulta revelador releer hoy el artículo de Matt Zoller Seitz que, en 2019, pronosticaba que Juego de tronos sería «la última serie que veríamos juntos». Su vaticinio parecía certero: la experiencia conjunta del episodio semanal estaba condenada a disolverse en el consumo solitario del imparable streaming. Sin embargo, apenas seis años después, su predicción ha hecho agua. No solo seguimos viendo series juntos, sino que algunas de las más comentadas (Succession, The Pitt, Shōgun, The Bear) han recuperado la vieja liturgia del episodio como evento. Hay audacia: frente al vértigo de lo continuo, el episodio como pausa, como forma, como comunión.

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