De Gaulle era un general desconocido cuando se negó a reconocer la capitulación de Francia a Alemania. Las palabras del discurso que dirigió a la nación el 18 de junio de 1940 llamando a la resistencia venían precedidas por una inquebrantable fe en su propia dignidad y en su grandeza. «Pese a mis limitaciones y mi soledad, o precisamente por eso —escribió en Memorias de guerra (1954)—, era necesario llegar a lo más alto y no volver a bajar nunca».
Esa autopercepción le permitió marcarse un fin elevado y entregarse a él con pasión y entusiasmo. De Gaulle encarna lo que santo Tomás de Aquino calificaría como una persona magnánima, aquella que se considera a sí misma merecedora de hacer grandes cosas. Gracias a esta propulsora virtud, el general francés exiliado en Inglaterra nunca dudó de su capacidad de conducir a la resistencia hacia la victoria. La magnanimidad estimula la esperanza, la ennoblece y la hace atractiva y embriagadora. Sin importarle los obstáculos, aquel militar luchó con el ímpetu de un león. La esperanza guio cada uno de sus pasos.
La sociedad moderna necesita hombres y mujeres que crean en el ser humano, y la magnanimidad —la esperanza humana— es un ideal imbuido de confianza en la persona. Mientras esta es una virtud que desarrollamos con nuestro esfuerzo, la esperanza sobrenatural es una virtud teologal, infundida por Dios. Así, el cristiano magnánimo lo espera todo de sí mismo como si Dios no existiera (magnanimidad) y lo espera todo de Dios como si él no pudiera hacer nada por sí mismo (esperanza teologal).
El nobel de Literatura Aleksandr Solzhenitsyn ilustra esa coexistencia armónica. Resistió varias décadas de persecución y consagró su vida a honrar la memoria de los millones de personas aniquiladas por el régimen comunista. En tiempos de penuria escribió esta oración en Krokhotki: «¡Qué sencillo es vivir contigo, Señor! ¡Qué sencillo es creer en ti! Cuando mi mente anda buscando o cuando flaquea desconcertada; [...] Tú me envías la claridad de saber que existes y cuidarás de que no se cierren todos los caminos de la bondad».
Cuanto más nos concienciemos de nuestra grandeza, más necesitaremos comprender que es un don de Dios: magnanimidad y humildad van de la mano. El impulso magnánimo de embarcarse en grandes empresas debería ir siempre unido al desprendimiento que surge de la humildad y que nos permite ver a Dios en todo. «En medio de esa lucha yo no era más que una herramienta en las manos de Otro», confesó Solzhenitsyn en Ogoniok.
Todos los cristianos creen en Dios, pero pocos creen en sí mismos, en sus capacidades. Como en esas personas su concepto de humildad excluye la magnanimidad, no pueden ser líderes. De hecho, en los últimos trescientos años, los líderes más influyentes del mundo occidental no han sido cristianos, con unas pocas excepciones. Y esto no se debe a que se les haya excluido de la vida social, sino a que muchos se retiran de ella de forma voluntaria. Es el caso más asombroso de autocastración por parte de una comunidad en la historia.
Los cristianos deberían inspirarse en Juana de Arco, comandante en jefe del Ejército francés con solo diecisiete años. Su misión era asegurar la coronación del príncipe heredero y expulsar de Francia a los ingleses. Confiaba plenamente en Dios y en sí misma. «¡He nacido para esto!», solía decir. Cuando le preguntaron por qué necesitaba un ejército si era el mismo Dios quien quería echar de Francia a los ingleses, respondió: «Los soldados lucharán y Él les otorgará la victoria».
Aquel que es magnánimo y humilde estima sus talentos y se considera digno de cosas grandes, con las que además se compromete. En paralelo, percibe su condición de criatura, conoce sus límites y defectos, entiende que sus capacidades y sus virtudes, incluso aquellas que ha adquirido gracias al esfuerzo personal, son dones de Dios y que en Dios debe buscar la fuerza para vencer las dificultades. Esto le llena de gratitud y alimenta la fuerza de su esperanza.