Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Cincuenta años de la revolución final

Pablo Pérez López Catedrático de Historia Contemporánea (Universidad de Navarra)

En mayo de 1968, en París, se vivieron hechos que han tenido una densa trascendencia simbólica y efectiva. Fue una protesta fallida de eco hondo y prolongado. Fue una protesta en el corazón de la sociedad del bienestar, de la abundancia y de la satisfacción… que se sentía insatisfecha. Fue el síntoma de un grave problema que nos sigue interrogando y continúa sin resolverse.


El mayo parisino tuvo algunos precedentes, entre los que destacan los de la Universidad de California en Berkeley en 1964. Se vivía entonces en EE. UU. la ruptura de la ola de la contracultura que había venido creciendo a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta. El escritor James Patterson ha descrito este periodo como una revolución de las expectativas de los norteamericanos. Tras la Segunda Guerra Mundial, superada la amenaza económica que siguió a 1929 y la amenaza política de Alemania y Japón, la democracia estadounidense se entendía a sí misma como la fuerza capaz de superar cualquier dificultad y construir un mundo cada día mejor. Parecía una expectativa legítima y lógica a la vista de la historia del país: ningún obstáculo había sido capaz de impedir su avance, y el progresismo era la ideología dominante. Los años cincuenta parecieron confirmar este pronóstico con la consecución de la sociedad de la abundancia, cuyos  símbolos eran los «electrodomésticos milagro» que habían cambiado la vida familiar, como el frigorífico, la lavadora y la televisión, que añadían personajes a su corte: desde el lavaplatos y el tocadiscos al automóvil, y quién sabe qué prometedores auxiliares de la vida en el paraíso del consumo.

Ya en esa década comenzaron a aparecer voces, como Jack Kerouac y la Beat Generation, que denunciaban la falacia de tal paraíso: era un espejismo. Al contrario de lo que se pregonaba como un éxito, la vida en la patria de la libertad resultaba un infierno para muchos: había mucho racismo, mucha pobreza, mucha marginación. La desigualdad oculta reinaba en el territorio de la igualdad de oportunidades. Las diferencias entre negros y blancos eran clamorosas. En algunos estados de la Unión permanecían en vigor leyes segregacionistas equiparables a normas nazis y en los propios hogares de los blancos se vivía una silenciosa discriminación de las mujeres que había que denunciar y reparar. Las protestas y los movimientos para superar esas lacras se empeñaron primero en hacerlas patentes y, después, en tratar de revertirlas. La corriente por los derechos civiles fue el símbolo de la lucha contra una injusticia flagrante que concitó a los mejores espíritus del país. Los alborotos en los estados del Sur se volvieron recurrentes. Algunos universitarios que se desplazaban allí para apoyar las movilizaciones experimentaron qué significaba tener que enfrentarse a la policía y al poder establecido para reivindicar el respeto efectivo de un derecho humano fundamental. No solo ellos querían cambiar las cosas. En la Casa Blanca, Eisenhower (1953-1961), Kennedy (1961-1963) o Johnson (1963-1969) empujaron en este sentido.

Más allá del sueño americano

Se había operado una revolución de las expectativas. La aspiración de convertir el mundo, y en concreto los Estados Unidos, en un lugar perfecto para todos, había dado otra vuelta de tuerca. Los espíritus habían sido ganados por la idea de que no existía nada que la nación más próspera y libre del orbe no pudiera lograr. Si no se conseguía era porque faltaba voluntad para cumplirlo. Las denuncias fueron cada vez más duras: si no se habían alcanzado esas metas era por la hipocresía de una generación acomodada en la defensa nominal de unos ideales que no procuraban hacer reales. Si se quería, se podía. La utopía del sueño americano había subido un escalón más. Resulta interesante que este razonamiento utópico naciera en la patria del pragmatismo, del check and balance. Se trataba de una especie de idealismo religioso secularizado que convertía el progresismo en un nuevo credo que poco a poco iba configurando su doctrina. Los nuevos sacerdotes eran, de ordinario, intelectuales y artistas, guías de la vanguardia hacia una nueva tierra prometida: Abby Hoffman, Gloria Steinem, Jimi Hendrix, Dennis Hopper y un largo etcétera.

En ese ambiente vivían los estudiantes de Berkeley en el otoño de 1964. Con todo su idealismo y candor plantaron algunas mesas para recaudar fondos para sus movimientos en una acera del campus. Las autoridades académicas ordenaron recogerlas y recordaron que no era lugar para propaganda política alguna. Los estudiantes no se rindieron y, cuando el personal de seguridad intentó retirar una mesa y con ella al joven que trataba de impedirlo, encendieron, sin saberlo, la mecha de una revuelta que se extendió por todo Occidente. Las protestas empezaron ese mismo día y se prolongaron durante semanas. La tendencia pronto tuvo un nombre, Free Speech Movement, y un líder, Mario Savio, uno de esos muchachos de Nueva York que había vivido una experiencia de movilizaciones en el Sur. Sus seguidores ocuparon un edificio del campus, y la intervención policial para desalojarlo se convirtió en el símbolo del ejercicio fascista de la autoridad. Las dos palabras irían en adelante unidas. Del choque entre autoridad académica y estudiantes se pasó a la negociación, de la negociación al perdón de los revoltosos detenidos, y de ahí a una nueva protesta para pedir la dimisión del rector y el cambio de las normas. Las formas del combate contra el racismo habían sido adoptadas por otro movimiento en pro de otro derecho fundamental: la libre expresión. Y esto sucedía en un campus habitado por jóvenes acomodados que se habían convencido de que la torpe resolución de una cuestión de orden había destapado la podredumbre que afectaba a la autoridad académica y a la universidad misma: había que cambiar aquello.

El discurso del Free Speech Movement tenía ecos de los planteamientos de la izquierda radical, de signo comunista normalmente, pero a la izquierda de la URSS. Tanto esta como la izquierda oficial norteamericana eran consideradas autoritarias por los nuevos izquierdistas. La nueva ideología era anarquista o anarcoide, fuertemente intelectualizada e intensamente mesiánica. Se tenía a sí misma por la avanzadilla de la revolución final en el corazón del capitalismo corrupto.

La agitación triunfó y se alió con el éxito de la difusión de las modas contraculturales y con la música y el cine, que les sirvieron de icono y banda sonora: el Monterey Pop Festival, el verano del amor en San Francisco en 1967 o la película Easy Rider se erigieron como algunos hitos de esta novedad. La generación joven más numerosa de la historia había enarbolado la bandera de la rebelión y la denuncia y no iba a detenerse. Lo interesante es que esto ocurría con el respeto a las libertades y el bienestar económico mayores del mundo. Por eso se denunciaban los defectos del sistema como más malévolos, muy especialmente su participación en una guerra como la de Vietnam. La paz y el bien estaban al alcance de la mano para la generación de la protesta: bastaba desearlos para conquistarlos.

El movimiento saltó a Europa en brazos de los medios de comunicación audiovisual y de la fuerza de la publicidad, que se habían aliado a la corriente contracultural con gran entusiasmo. Como documentó el periodista e historiador estadounidense Thomas Frank, los jóvenes de estos años, aunque se sintieran idealistas, no eran antimaterialistas, sino que alcanzaron  la mayoría de edad como una generación de superconsumidores. Eso sí, en nombre de la rebeldía contra la sociedad de consumo, como la nueva publicidad —con Volkswagen a la cabeza— se encargaba de recordarles: «¿Se siente marginado a causa del conformismo y la hipocresía de la sociedad de masas? ¡Tenemos un coche para usted!». La ola encontró eco en varios países, pero batió con más fuerza en la República Federal de Alemania en 1967. De allí, fundamentalmente a través de los noticiarios audiovisuales, como ha estudiado Pierre Sorlin, llegó a Francia.

París. Primera crisis: Los estudiantes y sus protestas

La revuelta comenzó entre los estudiantes de Nanterre, en las afueras de París, donde se había creado recientemente una Facultad de Letras que debía comenzar una universidad modelo. Los altercados se hicieron allí crónicos. Los motivos eran las protestas contra la guerra en Vietnam y la reivindicación de libertades, o mejor, de facilidades sexuales. Tal fue el asunto con el que un estudiante entonces desconocido, Daniel Cohn-Bendit, asaltó al ministro de Juventud y Deportes, François Missoffe, cuando este acudió a Nanterre en febrero de 1968 para inaugurar una piscina: querían libre acceso a las residencias femeninas. El sorprendido ministro le recomendó un baño en las nuevas instalaciones. La ironía evasiva no detuvo las movilizaciones. 

Al Gobierno le preocupaba la universidad: había pasado de 200 000 alumnos en 1958 a 500 000 en 1968 y precisaba una reforma. El proyecto presentado contenía la palabra selección, que bastó para inflamar la protesta estudiantil. Los políticos consideraron esa reacción un fruto de la inmadurez y un problema menor que convenía atender por razones de decoro público.

Todo se complicó cuando el decano de Nanterre decidió cerrar la Facultad el 2 de mayo. Eso trasladó a los agitadores a la Sorbona, en el centro de París, provocando una jornada de desórdenes que culminó con la entrada de la policía en la universidad y varias detenciones. Ese mismo día apareció un artículo en el órgano comunista L’Humanité firmado por Georges Marchais, dirigente del partido, en el que se arremetía contra los «falsos revolucionarios» protagonistas de la algarada y en buena medida del mes: eran grupúsculos anarquistas de hijos de la gran burguesía. No eran del gusto del Partido Comunista Francés (PCF).

De Gaulle empujó a sus ministros a responder a lo que consideraba un motín: si lo consentían estarían destruyendo el Estado. Los miembros del Gobierno preferían una respuesta más conciliadora, proporcionada a una provocación juvenil, que estimaban sonora pero de poco calado y poco peligrosa, a pesar de la convocatoria de una huelga en las universidades el día 5.

A partir de entonces las cosas no hicieron más que empeorar, prendió la violencia y tardó tiempo en comprenderse que se trataba de una acción política entendida como tal por sus promotores. Los intentos de restablecer el orden chocaban en la opinión pública con la simpatía hacia la causa estudiantil. La idea de la brutalidad represora de la policía pesaba más que la contraria. Algunos comunistas matizaron su postura: algo nuevo había aparecido en la calle, el partido no quería desligarse por completo de ello, y tendieron lazos hacia los enragés, los indignados. De Gaulle, mientras pedía contundencia en la respuesta, confiaba en que los comunistas no permitirían que el mundo obrero se uniera a la revuelta como pretendían los estudiantes.

Los crecientes disturbios llevaron al Gobierno a dar la orden de cerrar la Sorbona. El 10 de mayo se vivió una noche de enfrentamientos y barricadas en el barrio Latino. Solo de madrugada actuó la policía. Los combates terminaron a las 5:30 de la mañana del sábado 11 con un balance de 721 heridos, 367 graves. Ningún muerto. El PCF dejó de hablar contra los izquierdistas y se alió con el movimiento. Algunos  grandes sindicatos se habían alineado ya con los estudiantes: comenzaba el movimiento social.

El lunes 13 se celebró una gran manifestación en la que, por primera vez, se escucharon gritos en desacuerdo con De Gaulle. Era el síntoma de una rápida conexión entre la política y la revuelta. De Gaulle llegó a pensar si todo aquello no guardaba conexión con su estrategia hacia el Este. Tenía previsto un viaje a Rumanía, donde apoyaría a Ceaucescu, que se ufanaba de actuar con un criterio autónomo frente a la autoridad soviética. En Checoslovaquia se vivían momentos difíciles: la política de apertura de Alexander Dubceck había motivado fuertes advertencias por parte de Moscú. ¿Ante qué tipo de crisis se encontraban? ¿Estaba la URSS detrás? ¿Quién movía los hilos? Convencido por sus ministros, De Gaulle decidió mantener su viaje confiando en que el Gobierno lograría encauzar el problema.

En la calle la revuelta condicionó cada vez más la vida del país y se hizo fuerte por medio de eslóganes impactantes en grafitis y pancartas, con los métodos  de la publicidad. Era un tributo a la sociedad de consumo y a las estrategias de los vendedores, pagado para abrir camino a la nueva utopía: «¡Prohibido prohibir!», «Sea realista, ¡pida lo imposible!», «Cambiar la vida. Transformar la sociedad», o «¡Franceses, un esfuerzo más! (Marqués de Sade)». Era una revolución publicitada, como casi todo lo que se considera importante en un mundo de materialismo consumista. La referencia a Sade es enjundiosa y volveremos más adelante sobre ella. Baste decir aquí que para los revoltosos la agitación sexual que había estado en los comienzos de la protesta en Nanterre siguió siendo relevante. Era un componente esencial de la nueva acción, de ese proclamado nuevo modo de vivir que transformaría la sociedad. En eso tenían razón y esa sería una de las claves de su herencia. Pero, mientras tanto, los nuevos revolucionarios no renunciaban a implicar a otros sectores sociales en su empeño. 

Segunda crisis: La social

La crisis estudiantil se transmitió a través de los sindicatos y se declararon huelgas que el día 16 sumaban ya 600 000 participantes. De Gaulle habló con su ministro de Exteriores, Maurice Couve de Mourville, de la crisis de civilización que reflejaban los hechos: había que emprender reformas de calado, y pronto. Impulsar nuevas formas de participación social y política configuraba su nuevo horizonte. Pero, mientras al presidente de la V República Francesa lo aclamaban los obreros de un país del régimen soviético, el gran sindicato comunista francés confirmaba su viraje para sumarse al movimiento huelguista. La situación era ya explosiva. Varios ministros insistían en pedir el regreso del presidente desde Rumanía, que terminaron por conseguir.

El día 18 De Gaulle volvió a París, convencido de que los comunistas habían cambiado de orientación y de que estaba ante una batalla totalmente diferente. Sus ministros recordarán la furia con que les reprochó su actitud y les habló de su proyecto de plantear un referéndum sobre la participación en las empresas y en la universidad, la primera piedra de su nuevo plan de reformas. El viernes 24 de mayo lo comunicó al país en un mensaje televisado. Dio también vía libre al Gobierno para abrir negociaciones con los sindicatos. 

El 19 y 20 de mayo la caída continuó. Los despachos de la agencia oficial de noticias china exaltaban el movimiento estudiantil y su filiación maoísta. El gran temor del Gobierno seguía siendo que el PCF estuviera preparando un asalto al poder, algo que las fuentes soviéticas hasta entonces disponibles parecían
desmentir. Más bien daba la impresión de que preferían esperar, constatar hasta dónde resistiría el Gobierno, y prepararse para conformar uno alternativo, de amplio espectro, que luego pudieran controlar en solitario. Los sucesos resultaban cada vez más inquietantes. Los grafitis denunciaban ahora a De Gaulle como responsable de los males, y el número de personas en huelga seguía creciendo.

Tercera crisis: El dilema político

Se llegó así al 24 de mayo con diez millones de huelguistas y la esperanza del Gobierno puesta en la alocución televisiva de De Gaulle prevista para ese día. Fue un fracaso. No funcionó y, todavía peor, alimentó la idea de una rebelión política contra él y «su régimen». La crisis estudiantil que se había vuelto social era ahora claramente política. Descartaron un referéndum. Ni siquiera los gaullistas comprendían qué sentido tenía plantearlo en ese momento. Quien tantas veces había conseguido gobernar con la palabra reconoció que se había equivocado. Pensó en marcharse. Lo detuvo el entonces primer ministro Georges Pompidou empujándole a confiar en los acuerdos que negociaban el Gobierno y la Confederación General del Trabajo (CGT). Pero para De Gaulle las cuatro jornadas siguientes fueron de caída en picado: se percató de que era él quien estaba en cuestión, con todo lo que eso significaba.

La oposición lo entendió así también. Un mitin multitudinario celebrado el lunes 27 en el estadio de Charléty pareció diseñar un gobierno alternativo con los socialistas Mendès France y Mitterrand que preconizaría una revolución sin comunistas, algo que estos no podían consentir. Eso repercutió en las negociaciones que en esos mismos días mantenía el sindicato comunista con el Gobierno. De madrugada se alcanzó un acuerdo in extremis. Resultó demasiado tarde: las asambleas obreras, que se habían comprometido ya con la reivindicación política, lo rechazaron a la mañana siguiente. Desafiados por los izquierdistas, los comunistas decidieron alinearse con la reivindicación de un Gobierno popular en el que participarían con otros grupos políticos. Querían ponerse a los mandos de un proceso político que parecía imparable. Convocaron una manifestación para el día 29 con el lema «Gouvernement populaire», tratando de adelantarse a que Mitterrand se hiciera con la presidencia de la República, como había ofrecido. Entre los gaullistas cundía el desánimo, y dentro del Gobierno también: ni siquiera podían garantizar las comunicaciones internas en el Ministerio del Interior. Se prepararon incluso operaciones para sacar al Gobierno de París, como en 1871 o 1940. Un nuevo desastre se cernía fatalmente sobre Francia.

Los sucesos de los últimos días de mayo del 68 tienen como gran protagonista, inesperadamente, a ese Charles de Gaulle que parecía sobrepasado por los acontecimientos el 24. La interpretación resulta difícil. Primero, por la alta densidad de hechos; segundo, porque contamos con versiones difíciles de compatibilizar y, tercero, porque se podría interpretar que su personaje principal buscó a propósito dejar poco claro qué había querido hacer.

Nos debemos limitar a recordar esquemáticamente lo sucedido. El 28 de mayo daba la impresión de que los comunistas habían decidido tomar el poder: convocaron una manifestación para el 29 que podría terminar con un asalto del Elíseo. A primera hora del 29, De Gaulle suspendió el consejo de ministros previsto para esa mañana, lo pospuso para la tarde del 30 y, de improviso, anunció a un perplejo Pompidou que se marchaba a su casa de campo en Colombey-les-Deux-Eglises. En realidad, sin comunicarlo a nadie, voló hasta Baden-Baden, donde se entrevistó con el general Massu, jefe de las tropas francesas destacadas en Alemania. De allí volvió a Colombey a media tarde. La noticia de su desaparición durante unas horas conmocionó a la cúpula del poder, que no se explicaba la conducta del presidente de la República. Los medios de comunicación apenas informaron de la ausencia de la máxima autoridad del Estado: la constatación de su llegada a Colombey se produjo minutos después de que se hiciera público que no estaba allí. Por la tarde se desplegó la manifestación comunista, enormemente concurrida, que se disolvió sin incidentes. A primera hora del jueves 30 de mayo De Gaulle volvió a París, presidió el consejo de ministros e hizo saber que hablaría por la radio. En su brevísima alocución anunció que no iba a retirarse, que posponía la convocatoria del referéndum, que disolvía las cámaras y emplazaba a unas elecciones que solo se celebrarían si el clima era sereno y de libertad y no un caos. Responsabilizó del desafío a la República a una amenaza dictatorial del comunismo totalitario, apoyada sobre la ambición y el odio de políticos retirados —los de Charléty—. Esa misma tarde, la mayor manifestación de mayo de 1968 recorrió París en apoyo del jefe del Estado. Más de 800 000 personas llenaron los Campos Elíseos. A partir de ahí todo cambió: las huelgas se debilitaron hasta desconvocarse, el movimiento estudiantil perdió fuerza y en junio las elecciones dieron a los gaullistas la mayoría parlamentaria más amplia de su historia.

¿Cómo deben interpretarse los hechos? Hay una evidencia básica en la que coinciden todos los estudios: De Gaulle fue su gran protagonista, se transformó y transformó la situación en cuarenta y ocho horas que resultaron cruciales. Lo difícil es desentrañar cómo lo hizo y por qué razones quien había fracasado tan estrepitosamente por televisión el 24 y parecía perdido en los últimos cuatro días produjo un efecto tan diferente con su discurso radiofónico del 30. Basta constatar que la acción del presidente impulsó un vuelco que permitió desanudar en unas semanas las tres crisis (estudiantil, social y política) y devolver el país a la normalidad. En realidad, como De Gaulle había diagnosticado, vivían una crisis de civilización que continuó, y sus efectos serían apreciables sobre todo a medio y largo plazo.

El legado

El núcleo de la revuelta del 68 viene de tiempo atrás. Puede rastrearse en la Revolución Francesa y apareció con especial intensidad tras la Primera Guerra Mundial. El problema radica en la idea ilustrada de Modernidad, en la noción de libertad y su relación con la verdad, asunto del que pende toda nuestra civilización. Para mostrarlo, nos serviremos de dos aproximaciones tomadas de la crisis de los años veinte del siglo pasado. La primera, de José Ortega y Gasset, que, a finales de esa década, perfilaba así al hombre-masa y su rebelión: sus dos primeros rasgos son la libre expansión de sus deseos vitales y una radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia. Es decir, tiene la psicología del niño mimado. Por eso, como no ve en las ventajas de la civilización una construcción prodigiosa, que solo con grandes esfuerzos se puede sostener, cree que su papel es exigirlas perentoriamente como si fueran derechos nativos. Disfruta la civilización sin importarle destruirla.

 Una descripción complementaria se la debemos a Aldous Huxley en su prólogo de 1946 a su clarividente obra de 1932 Brave New World (Un mundo feliz): «La revolución verdaderamente revolucionaria está por hacer, no en el mundo exterior, sino en las almas y los cuerpos de los seres humanos. Viviendo como él vivió en el periodo revolucionario, el Marqués de Sade hizo uso de esta teoría de las revoluciones para racionalizar su peculiar locura.

»Robespierre había llevado a término el tipo más superficial de revolución, la política. Profundizando un poco más, Babeuf intentó la revolución económica. Sade se veía a sí mismo como el apóstol de la revolución verdaderamente revolucionaria, más allá de la mera política o economía —la revolución de los individuos, varones, mujeres y niños, cuyos cuerpos serían de entonces en adelante una propiedad sexual comunitaria, y cuyas mentes debían purgarse de todo instinto natural de decencia, de todas esas inhibiciones laboriosamente adquiridas por la civilización tradicional […]. Sade era un lunático y la meta más o menos consciente de su revolución era el caos universal y la destrucción. Las gentes que gobiernan el Brave New World puede que no sean cuerdos […]; pero no son gentes locas, y sus fines no son la anarquía sino la estabilidad social. Es precisamente para conseguir estabilidad por lo que ellos han llevado adelante, por medios científicos, la definitiva, personal y verdaderamente revolucionaria revolución».

La última era la cuestión inmediata, política, a la que también remitía Ortega: ¿cómo sostener una estructura de convivencia en un mundo sin normas morales? Los revolucionarios de aquellos días terminaron por darse cuenta de que no era posible. Cohn-Bendit, que publicó sus memorias de aquellos años en Le grand bazar, primero pareció arrepentirse, con el tiempo, de las escenas de pedofilia que relataba en aquellas páginas de desenfrenado entusiasmo; y, más tarde, hasta se desmarcó de la vía revolucionaria en Nous l’avons tant aimé, la Révolution (La revolución y nosotros, que la quisimos tanto). Dani el Rojo ejerció el periodismo, fue profesor y también eurodiputado y hasta teniente de alcalde en Fráncfort del Meno… Así, el símbolo de la revuelta continuó siéndolo de su legado con todas sus contradicciones.

Su caso permite entender que los revolucionarios del 68 y sus seguidores no necesitaron crear una nueva estructura para preservar la estabilidad social. Se valieron de la que ya existía, de la cultura occidental, las democracias, conservando su armazón pero sustituyendo su contenido. Esa cáscara vacía ha servido hasta hoy para mantener en pie lo que queda y seguir disfrutándolo aunque al mismo tiempo se atente contra ella al modo del hombre-masa orteguiano.

Pero la cuestión más honda era la primera que evoca Huxley, la revolución anarco-individualista intuida por Sade en su desvarío, la revolución sexual. Apoyada frecuentemente por el establishment, cada vez más aceptada por las sociedades occidentales, ha hipersexualizado la sociedad y ha tratado de romper con toda moral. Gabriele Kubi ha recogido su historia en The Global Sexual Revolution, donde el movimiento estudiantil del 68 aparece como el gran salto transformador. Valorada como un logro, ha tenido efectos trascendentales en la vida familiar, en la educación y en toda la vida social. De ella se ha seguido una transformación profunda que ha amplificado la crisis de civilización que evidenciaba la revuelta.

Cincuenta años después de definir la transgresión como la norma del progreso, los sesentayochistas deben crear un entramado de preceptos para defender los nuevos derechos por ellos inventados, para blindarlos frente a potenciales transgresores. Qué ironía. Los revolucionarios de ayer y sus seguidores trabajan hoy en una línea que anularía incluso la libertad de expresión: nadie puede cuestionar sus dogmas, nadie puede oponerse a su revolución final, la que debería alumbrar el mundo perfecto. Lo denunciaba un decepcionado Sol Stern, militante en 1964 del Free Speech Movement, en un artículo publicado en su cincuentenario al constatar que circulan listas de offensive speakers para que sean vetados en las universidades americanas.

Así ha sido cómo la revolución que pareció no conseguir nada puede haber cambiado todo en la vida de muchos. Está por ver de qué manera conseguiremos superar la crisis de civilización que anida en su raíz. Me parece que ya sabemos dónde no está la salida.