La gran muralla del miedo

4 de abril de 2025 3 minutos

Daniel Capó Biografía

Daniel Capó (Mallorca, 1973) es ensayista y editor. Se graduó en Derecho por la Universidad de Navarra en 1996. Sus columnas de opinión aparecen semanalmente en The Objective y en los periódicos del grupo Prensa Ibérica. También ejerce de crítico literario en La Lectura de El Mundo. Desde su fundación forma parte del Consejo Asesor de la editorial Libros del Asteroide


En el 213 a. C., el primer emperador de China mandó quemar los libros y levantar la Gran Muralla. Este doble gesto nos habla de la difícil relación entre el poder absoluto y la vocación humana a la libertad.

Sucedió en el año 213 a. C., cuando el primer emperador de China, Qin Shi Huang, ordenó la quema de los libros que desafiaban la autoridad establecida. Eran crónicas del pasado, tratados confucianos, oraciones y leyendas, normas legales... Se ha dicho que la cultura es conservadora, pero también puede desestabilizar el statu quo cuando se niega al olvido y cuestiona la legitimidad que impone el poder. De hecho, la llamada «quema de libros y entierro de los eruditos» no fue un acto aislado, sino la consecuencia de un proyecto político más amplio cuyo propósito era consolidar la nueva dinastía. En efecto, durante aquellos mismos años el emperador movilizó a miles de súbditos para conectar los distintos fragmentos de lo que sería la Gran Muralla: una obra arquitectónica colosal que aspiraba a contener las incursiones de los pueblos nómadas del norte. Ambas decisiones —la edificación de un muro y la incineración de los textos— iluminan la tensión perenne entre el poder y la libertad.

Al destruir aquellos rollos, Qin Shi Huang reveló una verdad incómoda: que la gran cultura —almacenada en las bibliotecas— interpela al hombre en su interior. Los libros convocan las dudas y llaman a reflexionar, cultivan el alma y enriquecen la imaginación. Reduciendo las palabras a ceniza, es el futuro lo que se pone en peligro. Un futuro mejor, quiero decir, o, al menos, otro distinto, ligado a la libertad de conciencia. El miedo y el odio —nos enseña el historiador John Lukacs— son los dos grandes enemigos del hombre.

La construcción de la Gran Muralla respondió a una lógica similar. Si el fuego silenciaba las voces disidentes, los muros de piedra delimitaban un orden preciso frente a la barbarie indomable del exterior. Sin embargo, las murallas, al igual que el silencio impuesto, confesaban el miedo. Su fascinante monumentalidad delata el temor de cualquier ideología que se pretende absoluta. Nada nuevo bajo el sol, como sentencia el Eclesiastés.

Por supuesto, este juego entre poder, libertad y cultura no sucede en una sola dirección. Los viejos eruditos confucianos, que fueron enterrados vivos según cuentan las crónicas de la época, no desaparecieron del todo: sus palabras, transmitidas en secreto durante generaciones, terminaron erosionando desde dentro el legado de Qin. La Gran Muralla, destinada a perpetuar el imperio, se convirtió primero en ruina y después en mito o, si se prefiere, en un escenario banal para el turismo moderno. Sin duda, el poder logra herir la libertad, pero —aun cercenada— esta encuentra formas para sobrevivir. Haríamos mal si interpretáramos esta resistencia como un canto romántico; se trata más bien de un recordatorio moral: somos seres llamados a dar testimonio de la verdad, a vivir en libertad y a asumir las responsabilidades que de ello se derivan; somos seres creados para amar y ser amados, para crear y buscar la belleza y el bien.

El viejo emperador nos legó de este modo una sutil lección: el poder político que niega sus límites acaba por traicionar su promesa. Unifica destruyendo, protege excluyendo, impone silenciando. La gran cultura, en cambio, no ofrece otra certeza que la de su propia precariedad. Pero, en su movimiento interno, cuando mira hacia lo alto y no se encierra en sí misma, nos eleva como solo pueden hacerlo los mejores maestros. La libertad, por su parte, es privilegio exclusivo de la naturaleza humana y —según nos enseñó el filósofo Richard Rorty— la mejor salvaguarda posible de la verdad. 


Dos siglos después de la muerte de Qin Shi Huang, la dinastía Han restauró fragmentos de lo perdido, como prueba de que el olvido nunca es absoluto. Hoy, cuando la modernidad tecnológica y la crisis de la democracia liberal ensayan nuevas gramáticas de control y de aparente reescritura de la historia, no conviene que pasemos por alto esta enseñanza. Porque la verdad y la libertad perduran de una forma obstinada e irreversible en el coraje y el valor de tantos hombres. En ocasiones puede parecer una victoria modesta —y tal vez tengan razón—, pero también nos recuerda lo que somos.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

En un tiempo de inmediatez digital y discursos polarizados, ¿qué tipo de cultura estamos promoviendo cuando se prioriza el entretenimiento inmediato sobre el pensamiento crítico o la memoria?

Opine sobre este asunto en X

Más artículos de este autor

¿Quieres escribir en nt?

Siempre estamos buscando buenos colaboradores para la revista. Si tienes una buena historia, queremos escucharte.

Newsletter