Me pasa con Los miserables lo que le pasó al adolescente que fui cuando le pusieron en las manos El lazarillo de Tormes: que el tiempo se dobla como una hoja de papel y te encuentras como comprendido por un amigo. Mi definición preferida de clásico: siempre contemporáneo. En un sentido fuerte, lo clásico resulta contemporáneo en la medida en que configura eso que llamamos la cultura, la cosmovisión o el zeitgeist del presente. Por eso me indigna cada vez con más furor contemplar a varias generaciones —incluyo la mía— desposeídas de un pasado que les (nos) pertenece. Los hijos de Freud han querido matar al padre, cortar todo vínculo —«cadenas», susurran los muy perros— con el pasado. La revolución hoy es la de Telémaco: la verdadera grandeza de este siglo consistirá en reivindicar nuestro lugar en la Historia como hijos y herederos de una tradición.
Leyendo a Victor Hugo, decía, me asombro y lo admiro. Estoy por enmarcar las páginas en las que presenta por primera vez a un personaje, porque muestran no solo una destreza literaria inaudita, sino también una observación profunda de los caracteres de las almas. En esas decenas de descripciones, además, he notado un cierto patrón, un rumor de fondo, acaso un axioma. Hugo da por supuesto que la Ilustración traería al mundo vida interior para todos. El ideal ilustrado incluía no solo —ni principalmente— la expansión de los derechos. Se trataba de que los ciudadanos libres e iguales pudiesen dirigir su vida hacia el bien, lo que pasaba necesariamente por alguna clase de ascética, un esfuerzo individual por ser mejor persona.
Las mil tramas de Los miserables responden a las preguntas que formula el autor al presentar al bueno de Jean Valjean: «¿La naturaleza humana puede transformarse completamente? ¿El hombre, creado bueno por Dios, puede hacerse malo por el hombre? [...] ¿Puede el corazón hacerse deforme y contraer defectos y enfermedades incurables bajo la presión de una desgracia desproporcionada, como la columna vertebral bajo una bóveda demasiado baja? ¿No hay en toda alma humana [...] una primera chispa, un elemento divino, incorruptible en este mundo, inmortal en el otro, que el bien puede desarrollar, encender, purificar y hacer brillar esplendorosamente, y que el mal no puede nunca apagar?». La pregunta es más una convicción; una esperanza, por supuesto, una afirmación puesta a prueba por las contradicciones del siglo. Instrucción y cultura, ¿con qué objeto? Libertad, ¿para qué? No, desde luego, para girar sobre sí misma, sino para mejorar a los seres humanos, para cincelar las almas. Me parece un ideal noble.
Sin embargo, hoy es difícil escuchar a alguien hablar en serio sobre lucha, esfuerzo, mejoramiento, si no es en un gimnasio o en una Big Four. La idea de un crecimiento moral, en cambio, suena hoy absurda. En una época que tiene por objetivo ser uno mismo, ¿quién se esforzará por ser mejor que sí mismo? A nadie le extrañan los programas para deportistas de élite, pero espantan como el diablo las propuestas para formar una aristocracia intelectual en la escuela. ¡Todos iguales!, dicen. Iguales por debajo, claro. Tremenda injusticia.
La cuestión es que el progreso moral no es —ni de lejos— una antigua opresión eclesiástica de la que convenga liberarse. Lo veían igual de claro el pagano Aristóteles y el masón Victor Hugo —que, por cierto, tiene unas páginas furibundas contra las monjas y los frailes—. Porque la vida se despanzurra cuando no hay lucha interior, del mismo modo que el cuerpo se envilece cuando no se ejercita. «Una conciencia rasgada produce siempre una vida descosida», notaba el francés en su descripción del matrimonio Thénardier. Ea.
Como hay que empezar por un lado u otro, lo ideal es buscarse un clásico que aún no se haya leído y un defecto todavía por corregir. Si se empeña uno en serio en esas dos pequeñas y nobles empresas —diez páginas al día, propósito de sonreírle al vecino que me cae mal— el mundo es ya mejor y la vida se va haciendo más honda y llena.